En ocasiones algunos de nosotros – entre quienes me cuento – nos sentimos pequeños, poco importantes, corrientes, incluso mediocres en algunos sentidos, cargados de defectos y pesarosos por los errores cometidos. Sentimos como que no valemos demasiado y actuamos en consecuencia: con complejos, con miedos y con actitud de perdedores.
Y nos olvidamos de que todos tenemos talentos. Sí, todos. Capacidades que, aunque están repartidas de manera muy desigual entre nosotros, todos tenemos: unos tienen el don de la simpatía, otros son listos, otros son sensibles, otros son guapos, otros son líderes natos, otros son ricos, otros son sabios, otros tienen luz y otros son inteligentes. Por qué unos tienen cinco talentos, otros tienen tres y otros tienen uno, solo Dios lo sabe. De lo que podemos estar seguros es de que cada uno tenemos los que necesitamos para cumplir el plan que Dios nos tiene preparado. Ni uno más. Ni uno menos.
Y nos olvidamos de que el Padre nos quiere a pesar de todas nuestras imperfecciones. Y se sigue preocupando y ocupando de nosotros. No por nuestros méritos sino por el inmenso amor que nos tiene.
El Padre ve nuestro potencial. Y ve esa mejor versión de nosotros mismos en la que podemos llegar a convertirnos si queremos. Eso sí, para llegar, más de uno tendremos que revisar algunos de nuestros hábitos:
Debemos evitar andar comparándonos con los demás. El plan de Dios para cada uno de nosotros es distinto. Y para ese plan nos ha «equipado» a cada uno con los dones que tenemos. ¿Que sentimos que nos rodean personas que son más capaces, más listas, más guapas o más populares? Siempre habrá quien sobresalga más que nosotros en todo. Alegrémonos por ellos de corazón. Andar comparándonos con los demás, además de no tener ningún sentido, puede generar una infelicidad absurda.
Debemos querernos con las limitaciones que cada uno tenemos. Si así nos hizo Dios, así nos quiso y así nos quiere, ¿por qué no aceptarnos nosotros?
Debemos eliminar esas barreras que tantas veces nos ponemos nosotros solitos. Olvidemos esos «no es posible», «no voy a poder» a los que algunos somos tan aficionados. Y si son quienes nos rodean quienes tratan de levantar esas barreras que minan nuestra moral, no hay que hacer demasiado caso. Todos tenemos limitaciones, claro que sí, pero son menos de las que creemos. Si ni siquiera nosotros creemos en nosotros mismos, ¿cómo van a hacerlo los demás?
Debemos sacar los miedos de nuestra vida. El miedo al fracaso, el miedo a que nos rompan el corazón, el miedo al dolor, el miedo a hacer el ridículo, el miedo al que dirán… ¡por Dios! el miedo nos hace pequeñitos y es capaz de transformar una vida riquísima en algo mediocre.
Debemos vivir intensamente el presente y mirar hacia delante. Como me dijo el otro día un amigo, «para atrás no hay que mirar ni para coger impulso». Asumir nuestros errores es necesario. Aprender de ellos, también. Pero anclarnos en lo mal que hemos hecho las cosas, o en un pasado que nos parece que fue mejor no tiene ningún sentido.
Debemos tener sueños. Y perseguirlos. Y luchar por ellos. ¿Qué es lo que nos gustaría ver cuando vayan pasando los años y un buen día miremos hacia atrás? Cada día tenemos una nueva oportunidad. Y cada día cuenta. Y tan de Dios se puede ser siendo bombero, como maestro, como ingeniero, como amo de casa o como sacerdote: todos estamos llamados a esa «santidad de la puerta de al lado«.
Debemos vivir desde la Fe. En las grandes cosas y también en las pequeñas. Como niños. Sabedores de que tenemos al Padre cuidándonos. ¿Por qué vivir el día a día como si todo dependiera tan solo de nuestro esfuerzo?
Debemos tener siempre presente que las personas que nos rodean también son únicas para Dios. Y que cada uno de nosotros somos – o podemos ser – las manos de Dios en la tierra; esas manos de las que le gusta valerSe para cuidar y atender a aquellos a quienes ha puesto a nuestro lado en el camino de la vida.
La imagen es de geralt en pixabay
Deja una respuesta