La opción de la santidad es algo que muchos de nosotros ni siquiera nos planteamos como una opción posible en nuestra vida. Nos parece algo demasiado elevado, demasiado grande, algo al alcance de unas pocas personas muy escogidas desde el Cielo, de generosidad sin límites y con una capacidad de entrega a los demás altísima.
También nos parece, por otro lado, algo propio de personas que renuncian a su vida para dedicarse, oficialmente, a los demás. Algo tan solo accesible – aunque igualmente muy difícil – para religiosos y religiosas que además dedican mucho tiempo a la oración y viven cercanos a Dios; o al menos más cercanos a Dios que la mayoría de nosotros.
La vida de quienes no somos religiosos está llena de ataduras, aparentemente bastante lejanas del servicio a los demás y bastante lejanas también de lo que entendemos que han de ser las prioridades del Cielo. Me refiero a tareas tan necesarias y tan cotidianas como trabajar, ir a clase, estudiar, hacer la compra, hacer la comida, atender la casa, hacer los recados, estar atentos a los pagos de las facturas, leer las noticias, etc. Si a todas ellas añadimos las horas que necesitamos para dormir y asearnos, la verdad es que muchos de nosotros ya completamos prácticamente el día entero. ¿Cuándo podríamos «ponernos» con eso de la santidad?, ¿y cómo?, ¿por dónde podríamos siquiera empezar? Verdaderamente es algo que nos queda lejanísimo. Impensable. Imposible.
Sin embargo, el Señor nos invitó a la santidad: «Sed santos porque yo soy santo» (Lv 11, 45).
Y a ella nos acaba de invitar también el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et Exultate:
«Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra.»
Luego la santidad parece que sí es algo a nuestro alcance. No es un imposible. Toda una sorpresa para algunos de nosotros que tenemos esa sensación de andar siempre «como enredados en las cosas del mundo», de tal manera que aunque cabeza y corazón nos puedan pedir en un momento dado dar un salto, dedicar más tiempo a los demás y dedicar más tiempo también a cosas más altas, más Dios, más del Cielo, lo cierto es que la realidad se nos impone, nos lastra y nos ata.
Pero así, y dentro del mundo y no fuera de él, es donde nos quiere Dios.
La buena noticia es que, a pesar de ello, con tareas, con obligaciones y con lastres, se puede ser santo. Y la «receta» nos la ofrece meridianamente clara el papa Francisco: basta «vivir con amor y ofrecer el propio testimonio en las ocupaciones de cada día«. Sin extras. Así de sencillo. Es algo que está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a hacer del amor su estilo de vida.
Para denominar a éstos que viven el Evangelio desde el día a día, que llegan a la santidad desde lo cotidiano, el papa Francisco utiliza dos expresiones que me encantan por lo sencillas y lo didácticas que son: «los santos de la puerta de al lado» y «la clase media de la santidad». Con ellas consigue que, realmente, la santidad parezca algo accesible para todos – para todos los que quieran serlo, claro está – y que dejemos de verla como algo exclusivo de personas muy especiales.
O, visto de otra manera, nos hace sentir que todos podemos llegar a ser muy especiales si vivimos la vida ordinaria con un corazón extraordinario.
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Santidad y felicidad son la misma cosa.
Todos estamos llamados a ser santos.
No ser santos , es un tragedia.
(Monseñor Munilla)