Todos vemos cada día cómo, ante un mismo hecho, las personas reaccionamos de distinta manera; de tal forma que lo que en unos despierta admiración en otros puede despertar rabia, envidia, desesperación o frustración. Y cuando alguno de esos sentimientos se nos instala en el corazón actuamos en consecuencia.
Esos actos, esas reacciones nuestras, hablan por nosotros y hacen visible a los demás lo que sentimos: nuestras reacciones siempre nos retratan.
Hay un pasaje del Evangelio que muestra esta realidad y es el siguiente:
Estaban ellos todavía saliendo cuando le llevaron a Jesús un endemoniado mudo. Y después de echar al demonio, el mudo habló. La gente decía admirada: «Nunca se ha visto en Israel cosa igual». En cambio, los fariseos decían: «Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios». (Evangelio Mateo 9, 32 – 34).
Vemos en este pasaje del Evangelio dos reacciones contrarias ante un mismo hecho: mientras que en unos despierta admiración, otros se revuelven.
A Jesús lo mueve tan solo el amor, en este caso hacia el endemoniado. ¿Cómo es posible que los fariseos retorciesen su curación hasta encontrar a lo que agarrarse para ir en su contra? En esta ocasión encontraron algo – que actuaba con el poder del demonio – de lo que, por supuesto, no tenían evidencias; y aún así no dudaron en acusarlo y no dudaron en tratar de generar dudas en torno a su persona: no dudaron en buscar el desprestigio de Jesús apoyados en una premisa completamente falsa. ¿Qué había detrás de ese juicio y ese comentario?, ¿era miedo a que les hiciera sombra?, ¿era envidia?, ¿no eran acaso los fariseos, precisamente, quienes guiaban espiritualmente al pueblo y quienes debían ser su mejor ejemplo?
Resulta sorprendente que un mismo acto para unos sea luz y para otros sea tinieblas. Pero lo cierto es que esto es algo tan antiguo como el mundo, que sigue ocurriendo a día de hoy y que seguirá ocurriendo en el futuro. Porque los juicios que cada uno hacemos acerca de cualquier hecho siempre están filtrados por nuestra forma de ver la vida, por nuestra ideología, por nuestro estado de ánimo… y, sobre todo, por lo que llevamos en el corazón.
Quienes son limpios de corazón, se mueven habitualmente por amor, tienen la disposición de ir siendo mejores y están dispuestos a cambiar de actitud cuando caen en la cuenta de que no se comportan como debieran, tendrán una tendencia natural a pensar bien del otro.
Quienes, por el contrario, habitualmente son movidos por el egoísmo, disfrutan destacando entre los demás, siempre tienen una buena excusa cuando se comportan mal y no tienen problema en contar la verdad según les convenga, tendrán una tendencia natural a pensar mal del otro.
Es verdad que las personas no solemos estar en los extremos, y que entre el blanco y el negro existe un amplio abanico de grises entre los que la mayoría nos movemos. Pero con lo dicho basta para invitar a cada uno a reflexionar sobre cuál suele ser su reacción, cuál es su tendencia más habitual.
No es fácil reconocer que no estamos haciendo las cosas bien. Se nos ocurrirán mil y una excusas para echar la culpa a otros o para justificarnos. Pero ese reconocimiento merece la pena hacerlo porque es un primer paso necesario para empezar a mejorar y para crecer. No nos conformemos con ser más o menos buenos, no nos conformemos con salir del paso, no busquemos la comodidad, no nos conformemos con la mediocridad que se nos ha instalado en la sociedad. Debemos pensar en grande y aspirar a esa «santidad de la puerta de al lado» a la que también nos está invitando el papa Francisco y que a muchos de nosotros nos parece algo casi inaccesible. Nuestra mejora personal, ese de ir limpiando poco a poco el corazón, es algo que termina teniendo su efecto directo en quienes nos rodean y en el ambiente que generamos a nuestro alrededor. Y es algo que también termina teniendo su efecto en nosotros mismos, nos hace ir siendo cada vez más felices… y también más de Dios.
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El corazón no se limpia solo a base de ser buenos. Sólo Dios puede limpiarnos el corazón para ser mejores, y no al revés. Es decir: si nos esforzamos en ser mejores, no seremos «mas de Dios», sino al revés! , pues si nos hacemos mejores nosotros mismos a base de voluntad, nos cerraremos a la Gracia, nos cerraremos al don Dios. Es un error de base.
La cosa es al revés de cómo se plantea en la reflexión:
Primero Dios nos limpia el corazón, nos redime y salva. Y es entonces, y sólo entonces, q desde un corazón sanado y redimido, desde la Gracia, desde el amor a Dios, q nuestras obras son frutos de amor y vamos siendo mejores, semejantes a Cristo. Todo es Gracia.