«Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Evangelio Lucas 15, 20).
Esta frase está entresacada de uno de los pasajes, en mi opinión, más conmovedores del Evangelio: el pasaje del hijo pródigo. En él cuenta Jesús cómo un joven pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde, se marcha y la malgasta. Cuando se queda sin dinero, se esfuman sus amigos y pasa necesidad. Y decide volver a la casa de su padre en calidad de jornalero.
Ese padre que espera a su hijo contra toda esperanza y lo ve desde lejos – y lo reconoce a pesar de que vuelve flaco y harapiento – que se conmueve al verlo, corre y se tira a su cuello, ese padre representa a Dios Padre.
El hijo pródigo se arrepiente de haber abandonado a su padre y haber malgastado su herencia, tan solo cuando las cosas le van peor que mal y pasa hambre. Pero lo importante es que se arrepiente. Su padre, lejos de reprocharle lo mal que se portó y su abandono, lo que hace es cubrirlo de besos. Y no lo acepta de nuevo en su casa en calidad de jornalero, sino en calidad de hijo. Y es tal la alegría que siente de tenerlo de nuevo a su lado que hace después una fiesta en su honor para celebrarlo.
¿Es generoso el padre con su hijo porque se lo merece? No. El padre es generoso con su hijo porque lo quiere. Y esto es algo que entendemos estupendamente quienes somos padres aquí en la tierra: nos gustaría que nuestros hijos fueran siempre por el camino correcto, pero les dejamos libertad para que decidan, se equivoquen, se estrellen y aprendan. ¿Y no estamos deseando perdonarles aunque se hayan equivocado y aunque se hayan portado mal con nosotros?, ¡pues claro!, ¿por qué?, pues porque les queremos de manera incondicional. Lo mismo ocurre con nuestro Padre del Cielo: Él siempre nos da. Y no nos da por nuestros méritos, sino por el inmenso amor que nos tiene.
Así es Dios Padre.
¿Y sabiendo que ese es el Padre que tenemos vamos a dudar si volvernos a Él cuando nos equivoquemos y hagamos las cosas mal (o muy mal)? ¡Cómo vamos a tener reparos o a pensar que no somos dignos de Él o que no nos va a poder perdonar! ¡Si nos va a cubrir de besos! Nos perdonará, nos achuchará y nos llevaremos una alegría enorme cuando nos reconciliemos con Él. Y más alegría aún se llevará Él. Porque ama más.
Y sabiendo que tenemos un Padre que todo lo puede y que nos quiere tantísimo, ¿no deberíamos de vivir muchísimo más tranquilos?. Igual que un bebé, que vive confiado en que su madre le alimenta, le asea, le acuna y le cuida, así deberíamos de vivir nosotros: ocupándonos de nuestras cosas y de las de los demás, sí, pero con la confianza y la seguridad de que donde nosotros no lleguemos, llegará Él.
La imagen es de chin1031 en pixabay
Este post me ha cambiado mi forma de pensar. Ahora sé que Dios no me va a dejar sola. Gracias Marta por escribir cada semana.
Precioso Marta. Con ganas de leer otro..
Un abrazo muy fuerte
Magnífica interpretación de esta parábola que a veces, sobre todo entre los adolescentes, siembra la duda de por què el Padre parece premiar más al hijo pródigo y despilfarrador que al hijo bueno que permaneció a su lado. Con esta lectura el valor de la parábola queda muy claro.