Quienes nos decimos cristianos conocemos el mensaje que nos trajo Jesús. Unos con más profundidad y otros con menos. Pero lo esencial todos lo tenemos más que claro, porque fue el mismo Jesús el que nos dejó hecho un resumen magistral: el pilar del cristianismo, nuestro primer mandamiento, es el amor; el amor a Dios Padre y el amor a los hombres, nuestros hermanos.
Para llevar una vida coherente con la fe que decimos profesar tratamos de vivir poniendo amor en todo lo que hacemos. Sin fuegos artificiales. En todos esos pequeños o grandes quehaceres que ocupan nuestra vida cotidiana.
Y procuramos -dentro de las limitaciones que tenemos, que son muchísimas- estar pendientes de los que nos rodean: familia, amigos, compañeros de clase, compañeros de trabajo o vecinos. Y estamos a su disposición si necesitan un consejo, compañía, un hombro para llorar o ayuda con la mudanza.
Y procuramos también vivir con una actitud cercana a las personas, comprometida con el mundo y sus desafíos, agradecida y optimista, incluso en las ocasiones en las que parece que no hay demasiados motivos para serlo. Porque desde el Cielo nos invitan a ser la sal de la tierra y no hay otra forma de serlo.
Pero hay algo en lo que muchos de nosotros -entre quienes sin duda me incluyo- procuramos no meternos y es en la vida espiritual de los demás. Porque nos parece que eso entra en el ámbito de lo «muy personal» o en el ámbito privado de la persona con Dios. Y nos mantenemos al margen, salvo que nos pidan ayuda u opinión expresamente sobre ello.
Y eso, creo yo, es un error. Porque la vida espiritual es importantísima para las personas. Y todos, en algún momento de nuestra vida, necesitamos ayuda. Seamos conscientes de ello o no. La pidamos o no.
Y cuando necesitamos ayuda y nos la prestan quedamos enormemente agradecidos, porque la vida espiritual es la base en la que se sustenta nuestro equilibrio. Y es necesario que esté firme, para que no se desmorone todo lo demás.
Muchos de nosotros hemos experimentado cómo Dios se ha valido de alguna persona cercana -o no tan cercana- para hacerse el encontradizo, para sembrarnos su semilla o para llamarnos a sus filas. Yo, personalmente, tengo meridianamente claro quienes fueron las personas que me acercaron a Dios y quienes fueron las personas que me dieron luz cuando se presentaron las dudas y asomaron las tentaciones del mundo. Nunca se lo agradeceré lo suficiente y se que nunca, nunca, nunca podré pagárselo.
Es bueno que nosotros también andemos atentos a la vida espiritual de los demás o a lo que quieran dejarnos ver. Y que nos mostremos cercanos y abiertos a escuchar. Y que incluso demos un primer paso cuando lo encontremos conveniente. Aunque sea de manera muy prudente, si ese es nuestro carácter.
Porque en cierto modo somos corresponsables también de la vida espiritual de los otros. No solamente de la de nuestros hijos, sino también de la de las muchas personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida. Que ayudarlas en un momento dado a hacer la mudanza está genial, pero mucho más hacemos por ellas si en un momento de zozobra las acercamos al Cielo.
Es bien cierto que hay muchos ámbitos en los que no procede hablar de Dios y de sus cosas. Se nos haría raro o improcedente hacerlo en un entorno laboral, por ejemplo. Pero hemos de estar atentos y dispuestos a dar testimonio siempre. Y hacer equipo con Dios y estar abiertos que su Espíritu nos sople cuándo conviene dar el paso.
La imagen es de Olichel en Pixabay
Muy bueno y original este post, Marta.
Yo también tengo claro las personas que han sido (y son) luz en mi vida. Tú eres una de ellas… desde hace muchísimos años.
Sigue siéndolo. Te necesitamos. Gracias por tanto.