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A la mayoría de las personas nos gustan enormemente los primeros puestos; nos gusta figurar y sobre todo, nos encanta ser reconocidos por los demás como referentes, sea en el ámbito que sea: como profesionales, entre nuestros compañeros de clase o entre nuestros amigos. Lo mismo da. Vivimos y actuamos mucho de cara a la galería – a lo que ahora llamamos «postureo» – y disfrutamos mostrándonos como triunfadores. Los reconocimientos se nos suben a la cabeza con facilidad y, cuando esto ocurre, suele invadirnos una sensación como de superioridad que nos cambia la mirada que tenemos hacia los demás. Y es precisamente ahí donde está su peligro.  

Jesús fue una persona única en la historia de la humanidad: era la única persona que había visto al Padre y se sabía Dios hecho hombre; se sabía Dios con las capacidades humanas y con las limitaciones humanas. Y, aún como hombre, estaba tan unido al Padre que tenía su mismo mirar, su mismo obrar, su mismo sentir y su mismo querer: Jesús respiraba la esencia del Padre. Su superioridad era muy evidente, pues bastaba ver que hacía milagros, bastaba escuchar cómo rebosaba sabiduría y bastaba observar la coherencia que había entre sus palabras y su vida – esa coherencia que a nosotros tantísimo nos cuesta tener – para darse cuenta de que destacaba sobremanera sobre el resto y de que estaba asistido desde el Cielo. Pero su corazón rebosaba tanto amor y tantísima misericordia que nunca se puso por encima de aquellas personas a las que enseñó, de aquellas personas a las que perdonó o de aquellas personas a las que curó: siempre se puso a su nivel, siempre las hizo sentir cómodas y siempre las trató desde la cercanía.

Uno de los pasajes más conmovedores del Evangelio, en mi opinión personal, es de la adúltera, a la que Jesús la libra de una muerte más que segura. El diálogo que mantienen cuando se marchan quienes la acusaban y se quedan Jesús y ella solos, frente a frente, no tiene desperdicio:

“Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús, dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. (Evangelio Juan 8, 10 – 11)

Ni presume Jesús de haberle salvado la vida ni se pone en un plano de superioridad moral. Simplemente la invita a cambiar de vida desde el cariño y desde la cercanía.

Otro caso precioso es en el que Jesús devuelve la vista al ciego Bartimeo:

Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le contestó: «Rabbuni, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. (Evangelio Marcos 10, 51 – 52).

Nuevamente, en lugar de colgarse la medalla del milagro, tiene Jesús el señorío de atribuir al propio Bartimeo su curación: «tu fe te ha salvado».

A Jesús siempre le acompañó la cercanía, ese don que hace sentirse al otro en un plano de igualdad por mucho que haya pecado, por mucho que haya sido perdonado, o por mucho que haya sido ayudado. Porque su recompensa nunca fue el reconocimiento: era tanto lo que quería a los demás y tanto lo que nos quiere a nosotros que su recompensa es vernos remediados, vernos atendidos, vernos curados o vernos perdonados.

Y ese trato que tenía hacia los demás contribuía enormemente a su credibilidad. ¡Qué coherencia tan grande había entre el mensaje que predicaba y la vida que vivía! ¡Qué coherencia tan grande había ente el mensaje que predicaba y su actitud! ¿Cómo no iba a resultar creíble?, ¡con razón decían de él que enseñaba con autoridad!

Ese valor de la cercanía que siempre acompañó a Jesús está también al alcance de cualquiera de nosotros:

Basta con que tomemos conciencia de que los talentos que tenemos son un regalo de Dios, y que poco mérito tienen por nuestra parte si nos han sido regalados: a los guapos su belleza, a los sabios su sabiduría y a los sensibles su sensibilidad. Son dones con los que hemos nacido y que nos han sido dados para ponerlos al servicio de las personas que nos vamos encontrando en el camino de la vida. ¿Cómo es posible que se nos pueda subir a la cabeza lo guapos o lo listos que somos? ¿Qué mérito tiene  eso?

Basta con que tengamos muy presente que solemos ver la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el propio: estamos tan cargados de defectos y cometemos tantos errores como esas personas a las que a veces tenemos tentaciones de mirar por encima del hombro.

Basta con que vayamos avanzando en el camino de amor y vayamos aprendiendo, cada vez más, a querer a los demás sin buscar nada a cambio. Nuestra recompensa, como la de Jesús, no ha de ser el reconocimiento, sino que el otro quede atendido.

 La imagen es de Shenghung Lin en flickr

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