
La resurrección de Jesús es un hecho trascendente. Gracias a ella, adquiere sentido ese renunciar a uno mismo y vivir para los demás que el Maestro proponía cuando predicaba; adquiere sentido ese juicio al final de nuestros días en el que se nos juzgará por el amor que hayamos sido capaces de regalar; y cobra pleno sentido la promesa de una vida eterna junto a Dios Padre.
Jesús resucita al tercer día. Pero, antes de subir al Padre, se aparece en varias ocasiones a algunos de los suyos.
Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!». Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”». María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: «He visto al Señor y ha dicho esto».
Evangelio Juan 20, 11 – 18
Jesús, recién resucitado, se aparece a María Magdalena. A esa María, pecadora tiempo atrás, que le había seguido y había permanecido fiel a él hasta el final, en que se mantuvo firme al pie de la cruz.
Jesús fue rompedor por la doctrina que nos trajo. Fue rompedor por su preferencia por los débiles. Fue rompedor por mantener siempre una actitud de acogida hacia los excluidos de la sociedad. Y, sin duda, fue rompedor porque en una sociedad tan machista como la de aquel entonces, supo dar a la mujer el sitio que siempre debió tener.
Y en esta ocasión tan sumamente relevante, recién resucitado, se muestra una mujer, María Magdalena, para que sea ella la que lleve la buena noticia a sus apóstoles. Impresionante. Igual que a lo largo de su vida, seguía saltándose los convencionalismos sociales y seguía actuando desde la libertad que da el amor.
María, en un primer momento no reconoce a Jesús; pese a que está hablando con él, lo cierto es que lo confunde con el hortelano, hasta que su Maestro la llama por su nombre. Tampoco lo reconocieron esos discípulos que iban camino de Emaús, junto a los que se Jesús se puso a caminar mientras les explicaba las escrituras. Como tampoco lo supieron reconocer en un primer momento los mismísimos apóstoles cuando salieron a pescar y Jesús, desde la orilla, les invitó a echar echar su red por la derecha de la barca.
¿Reconocemos acaso nosotros a Jesús cuando se presenta en nuestra vida? El siempre está a nuestro lado, siguiendo nuestros pasos, pero muchas veces no sabemos reconocerlo:
Quizás sea porque tenemos la vida demasiado sobrecargada de tareas y ocupaciones -tantas veces innecesarias- que nos impiden centrarnos en lo que de verdad importa.
Quizás sea porque tenemos el corazón lleno de miserias -egoísmos, envidias o soberbias- que nos impiden tener una mirada limpia.
Sea como fuere, merece mucho la pena tratar de centrar la vida en lo esencial, tratar de vivir la vida ordinaria con un corazón extraordinario y buscar a Jesús en lo cotidiano. A buen seguro lo encontraremos, también, en las pequeñas cosas.
La imagen es de congerdesign en pixabay
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