El camino de la espiritualidad es distinto para cada uno de nosotros: hay quienes desde niños somos educados en la Fe, en ella crecemos y en ella permanecemos a lo largo de nuestra vida; hay quienes llegamos a Dios ya de adultos, en la madurez o incluso en la ancianidad; otros en un momento dado llegamos a Dios y pasamos después algunas temporadas de desierto espiritual, desierto que en ocasiones sirve para dar un salto en la Fe y que en otras ocasiones se traduce en un retroceso. La casuística es, de hecho, variadísima. Pero lo importante es que Dios en algún momento – o en muchos – de nuestra vida sale a nuestro encuentro para invitarnos a seguirle.
En la esencia del ser humano está la libertad. Y con esa libertad nuestra podemos decir que no a Dios o decirle que sí. Sabiendo que decirle que sí tiene que tener consecuencias e implica en muchas ocasiones tener que reordenar nuestra vida, reordenar nuestras costumbres, reordenar nuestras prioridades y cambiar actitudes, para que esa vida nuestra pase a estar más al servicio de los demás que a nuestro propio servicio.
Si ya seguimos a Dios – o pretendemos hacerlo – también sale a nuestro encuentro para muy distintas cosas: para invitarnos a reconducir algo que no va bien en nuestra vida, para ayudarnos, para fortalecernos, para, … Siempre está ahí, pendiente de nosotros, deseando guiarnos, deseando echarnos una mano y deseando formar parte activa en nuestra vida. Y mientras más le dejamos, más activamente interviene.
Un caso precioso que narra el Evangelio es el pasaje en el que Jesús, recién resucitado, sale al encuentro de unos discípulos suyos que iban andando camino de Emaús:
Aquel mismo día, dos de ellos iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?». Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». (Evangelio Lucas 24, 13 – 32 )
En este caso Jesús sale al encuentro de aquellos discípulos que iban camino de Emaús para hacerles comprender cómo era necesario que él padeciera por todos nosotros y para mostrarles que había resucitado.
E igual que entonces hizo Jesús con aquellos discípulos, Dios sigue saliendo hoy a nuestro encuentro. Y nos busca. Pero tenemos que querer verlo, tenemos que querer reconocerlo: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Dios se vale de distintas maneras para intervenir haciéndose el encontradizo con nosotros. Muchas veces, de hecho, lo que hace es hablarnos a través de otras personas. La dificultad – al menos para mí – está en saber discernir qué cosas son las que vienen de Dios y qué cosas no son Suyas.
Ante la duda hay hay dos «recetas de andar por casa» que no fallan:
La primera de ellas es que todo lo que viene de Dios ha de encajar como un guante con el mensaje que ya conocemos y que siempre pone por delante de todo el amor a Dios y el amor a los demás. Cualquier cosa que no encaje ahí, podemos estar seguros que no viene del Cielo.
La segunda de ellas es que las cosas de Dios dejan una inconfundible sensación de paz: cuando tomamos decisiones apoyándonos en ellas, dejan ese «regusto» a saber que hemos hecho lo correcto y que vamos por el buen camino.
Lo importante es que, tanto si tenemos capacidad de discernimiento como si aún carecemos de ella, Dios va a estar ahí, al acecho, para cuidarnos, para guiarnos, saliendo a nuestro encuentro a darnos aquello que vayamos necesitando a lo largo de nuestra vida. La forma de irlo reconociendo cada vez más, irnos acercando más a Él e ir teniendo, poco a poco, más finura de Espíritu, la conocemos: el camino es el amor.
La imagen es de MariangelaCastro en pixabay
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