Hay etapas en nuestra vida en las que reina la estabilidad y parece como que todo está ordenado. Son etapas tranquilas, en las que tenemos la sensación de tener todo bajo control y nos sentimos cómodos. Muy cómodos. Y seguros.
En otras ocasiones debemos tomar decisiones difíciles, que preferiríamos no tener que tomar pero que no podemos obviar. Nos toca salir de nuestra zona de confort y parece como si perdiéramos suelo firme bajo nuestros pies. Y sentimos vértigo.
A veces los cambios nos vienen impuestos y no tenemos más remedio que ser resilientes y tratar de adaptarnos a nuestras nuestras nuevas circunstancias. En otras ocasiones, los promovemos nosotros mismos y el vértigo tiene un componente de sentido del deber, de sentido del compromiso, que es el que nos arrastra a arriesgar, aún a los que somos de naturaleza tranquila.
El vértigo tiene otra parte de miedo a que las cosas no salgan como esperamos, miedo a que nuestro pequeño gran mundo se desbarate y empiece a desmoronarse eso que tanto nos ha costado construir.
El vértigo tiene también mucho de esperanza, de tener una mirada optimista, de soñar un final que, aunque al principio sea incierto, ya aventuramos que merecerá la pena y que será feliz.
El vértigo queda siempre amortiguado por la Fe. Por la confianza en que, sea el resultado bueno o no tan bueno como nos hubiera gustado, merecerá la pena intentarlo. Dios sabe lo que llevamos en el corazón y conoce incluso mejor que nosotros mismos cuáles son nuestras intenciones, cuáles son nuestros talentos y cuáles son nuestras limitaciones cuando damos pasos importantes. Y nunca nos deja solos. ¿Cómo no recurrir a Él en los momentos difíciles? ¿Cómo no pedirle que ponga lo que a nosotros nos vaya faltando?
Arriesgar por arriesgar es de necios. Pero arriesgar desde la sensatez para salir adelante en la vida o por las cosas de Dios, por lo que es justo, por el bien común o por el bien de quien lo necesita, siempre merecerá la pena. Aunque podamos salir mal parados. Más vale terminar saliendo mal parados que mirar la vida desde la ventana por miedo a ensuciarnos o a sufrir. Mirar la vida desde la ventana ni tiene sentido ni es a lo que estamos llamados.
¿No dejó acaso Jesús su casa de Nazaret y a su madre para irse a predicar su doctrina sin tener un techo en el que dormir cada noche? ¿No se enfrentó a los todopoderosos fariseos siempre que hizo falta afearles su conducta? ¿No fue acaso coherente hasta el final llegando a dar incluso la vida por mantener la Verdad?
No debemos andar buscando siempre los entornos seguros ni debemos anclarnos en esa mediocridad tan común y que está tan aceptada entre nosotros. Hay una clara frontera entre la prudencia y la cobardía. Y hay una clara frontera entre la sensatez y la búsqueda de nuestra comodidad por encima de todo.
La imagen es de dinax en cathopic
Este texto me ha recordado una cita de G.K. Chesterton que dice así: Todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo mal la primera vez.