Cuando Jesús envía a sus doce apóstoles a proclamar que ha llegado el reino de los cielos les da algunas instrucciones para hacerlo: les invita a que vayan a las ovejas descarriadas de Israel, a que no lleven dinero, ni dos túnicas, ni sandalias o a que saluden con la paz al entrar en una casa. También les avisa de que los envía como ovejas en medio de lobos y los invita a ser sagaces como serpientes y sencillos como palomas.

En el mundo en el que vivimos, buenos y malos vivimos mezclados. Mezcladísimos. Convivimos en las familias, convivimos en los colegios, convivimos en los trabajos o convivimos en los vecindarios. Y sabemos que seguiremos juntos, como lo están el trigo y la cizaña, hasta el día de la siega, en el que unos y otros seremos separados, corriendo distinta suerte.

Todas las personas tenemos defectos y todas tenemos miserias en el corazón. Envidia, soberbia, orgullo o egoísmo campan a sus anchas entre nosotros. Mientras duran nuestros días aquí en la tierra, tenemos la oportunidad de luchar contra ellas y tenemos también la oportunidad de acercarnos más al Cielo, de mejorar, de levantarnos y de pedir perdón.

Y así, con nuestras pequeñas batallas de dentro, todos somos llamados a avanzar en el camino del amor. Algunos oímos esa llamada y apostamos por tratar de avanzar por esa senda, aunque sea a trancas y barrancas. Otros, por el contrario, optamos por no hacerlo y apostamos por vivir para nosotros mismos dejándonos llevar por los espejismos del mundo.

Y contra los segundos previene Jesús a los apóstoles. Porque bien sabe el Maestro que los malos se revolverán contra los suyos. Y sabe bien también que, en su maldad, se reirán de ellos, tratarán de desacreditarlos y buscarán su fracaso.

Los apóstoles debían estar preparados. Y debían estar atentos para verlos venir.

La forma de identificar a los lobos es fácil: a las personas se nos reconoce por los frutos que damos. Y el que da frutos de amor, aunque sea con muchas limitaciones, es del Cielo.

También nosotros, siglos más tarde, debemos estar atentos para saber qué personas de las que nos rodean son lobos. Y debemos, como los apóstoles, estar preparados para impedir, en la medida en la que esté en nuestra mano, que se hagan fuertes y que abusen de nosotros o de quienes están en posiciones más débiles que ellos.

Dios nos quiere buenos, tan buenos que deseemos el bien para todos. Pero nos quiere también sagaces, valientes y dispuestos a plantar cara a los lobos siempre que haga falta.

A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: «No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en una ciudad o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludadla con la paz; si la casa se lo merece, vuestra paz vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no escucha vuestras palabras, al salir de su casa o de la ciudad, sacudid el polvo de los pies. En verdad os digo que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquella ciudad. Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. 

Mateo 10, 5 – 16

La imagen es de pexels en pixabay

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