Mañana, día 30 de diciembre, celebramos el día de la Sagrada Familia, una fiesta que honra a la familia de María, José y Jesús como modelo de familia cristiana.
Creo que, con ese motivo, merece la pena escribir este post con una reflexión sobre la institución de la familia. Porque siento que estamos viviendo unos tiempos difíciles, en los que desde el Estado no solo no se apoya a la familia y a la natalidad, sino que se está tratando de conducir la sociedad hacia un modelo en el que las personas nos vayamos apoyando cada vez más en el sistema y menos en nuestras familias. Y así, a día de hoy, en esta querida España nuestra, se promueve el aborto, se promueve la eutanasia o se promueve que los adolescentes puedan cambiarse de sexo o puedan abortar -dos decisiones que dejan importantísimas secuelas para el resto de la vida- sin el consentimiento de sus padres.
A pesar de todo, creo que la familia siempre ha sido y siempre seguirá siendo el pilar de nuestra sociedad. Y esto será así -le pese a quien le pese- porque la familia es el entorno en el que aprendemos a convivir, aprendemos a respetarnos, aprendemos a ayudarnos, aprendemos a cuidar unos de otros, aprendemos a perdonar, aprendemos a pedir perdón y aprendemos, en definitiva, lo que es el amor; el amor incondicional; ese que se da sin pedir nada a cambio. Ese amor en el que, por descontado, no cabe matar a los hijos -tampoco a los que aún no han nacido- y no cabe tampoco abandonar a los padres cuando están mayores o enfermos: en el amor incondicional solo cabe el cuidado.
Las familias no son perfectas. Y no lo son porque ninguna de las personas que formamos parte de ellas lo somos. Las personas tenemos nuestros talentos, nuestras virtudes y nuestras miserias. Y esos talentos, virtudes y miserias van con nosotros a todos los entornos en los que nos movemos, incluido, por supuesto, el entorno familiar.
Pese a no ser perfecta, y salvo excepciones -que, desgraciadamente, las hay- la familia es sin duda nuestra mejor red, la más segura, la que sabemos que estará ahí en las etapas de triunfos y la que sabemos que estará ahí también en los días grises, en los días tristes, en los días de fracasos o en los días de rutina. Es un tesoro que tenemos en nuestro paso por este mundo.
Por eso, cuando Dios envió a su único Hijo a este mundo nuestro para traernos su doctrina y enseñarnos el camino para llegar al Cielo, también lo hizo nacer en una familia.
Ya desde mucho tiempo atrás los profetas habían anunciado que el Mesías nacería de la estirpe de David. Cuando llegó el momento oportuno en la historia de la humanidad, Dios cumplió su palabra y nos envió a su único Hijo hecho hombre a la familia que constituyeron María y José.
Y en familia vivió Jesús hasta los 30 años, una vida sencilla.
Todos nosotros también estamos llamados a formar parte de una familia mucho más grande: la familia de los hijos de Dios:
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Juan 1, 9 – 13
Recibir a Jesús no es ir a misa. No es, tampoco, comulgar. Recibir a Jesús es tener la disposición de hacer nuestra su doctrina. Es querer hacer vida su Evangelio, viviendo desde un profundo amor a Dios y un profundo amor a todos los hombres; dos mandamientos que son uno sólo porque la mejor forma de amar a Dios es amar a sus hijos.
Por eso, al que ama, Jesús lo considera de los Suyos, incluso si no lo conoce a Él y no conoce tampoco su Evangelio: el amor es la seña de identidad del cristiano.
La familia de los hijos de Dios es una familia universal, abierta, inclusiva. Es esa Betania que es casa, es hogar y es lugar de acogida para todos.
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AMEN
El ataque a la familia se produce de forma enmascarada cada vez que se recortan los derechos de la patria potestad de los padres, al rebajar la edad de los jóvenes para tomar decisiones que antes eran competencia de sus padres.
El que ama a Dios ama a su familia.