La familia ha jugado y juega un papel fundamental en nuestra sociedad y en la vida de cada uno de nosotros. Las familias son los núcleos en los que nacemos y en los que – salvo excepciones – nos criamos. Y son el espacio en el que aprendemos a convivir, aprendemos a respetarnos y aprendemos a cuidar unos de otros. En muchos casos, además, es en la familia donde somos educados en la Fe.
Nacemos en el seno de una familia bajo el cuidado de nuestros padres y de ellos, habitualmente, recibimos un amor completamente desinteresado: se desvelan con nuestras malas noches, descuidan sus necesidades para atender las nuestras y dejan «para cuando se pueda» los caprichos que podrían darse para poder cuidarnos, alimentarnos, vestirnos y darnos una educación. Suelen también formar parte de ese núcleo familiar más íntimo y cotidiano hermanos y abuelos. Y es en esa convivencia, día tras día, mes tras mes y año tras año, en la que aprendemos lo que es ocuparse de los demás y lo que es el amor. En ese seno se consolidan, habitualmente, nuestros valores.
Y esos valores, forjados principalmente en casa, son los que después nos acompañan y marcan las decisiones que vamos tomando en el camino de la vida: qué amigos escogemos, qué actitud tenemos en el colegio, en la universidad, en el trabajo o en nuestros vecindarios, si somos o no serviciales con quienes nos rodean, a quién escogemos como pareja, si es el caso, para constituir nuestra propia familia, qué tipo de vivencias y educación es la que damos nosotros, a su vez, a nuestros propios hijos o qué tipo de relación mantenemos de adultos con nuestros padres o nuestros amigos.
Fuera de ese entorno íntimo, aunque por supuesto también se ama , el amor suele llevar consigo – más velada o más evidentemente – algunos tintes de interés o conveniencia, según sea el caso.
Por eso, en mi opinión, la familia ha jugado y juega un papel tan importante en nuestra sociedad: porque es la escuela en la que aprendemos, habitualmente, a amar.
Y tan sumamente relevante es el papel de la familia, que muchas veces hablamos de la «fuerza de la sangre», refiriéndonos a la sangre o a los genes como aquello que hace posible una unión estrecha entre las personas.
Sin embargo creo eso es algo que habría que matizar, y mucho:
Yo no quiero a mis padres porque me hayan transmitido sus genes ni porque compartamos el aspecto físico – en mi caso sobre todo con mi padre – ni porque compartamos la misma sangre. Ni siquiera les quiero por el hecho de que me hayan dado la vida, que siento que es Dios quien que me la regaló a través de ellos. Si yo quiero a mis padres es porque son personas buenas a las que admiro y porque me han demostrado siempre un amor incondicional, desde que era niña hasta ahora: a mí, y por extensión, a mis amigos, a mis cosas, a mi marido, a mis hijas y a todo y a todos los que me han ido rodeando a lo largo de la vida. Esa comunión, que recuerdo desde que tengo uso de razón, permanecerá ahí para siempre.
La comunión la da el amor. Y puede darse – y se da – igualmente con abuelos, hermanos o tíos con los que compartimos la misma sangre. Pero también puede darse con personas a las que no nos une la fuerza de la sangre. Porque el amor está en una liga superior a la de los genes.
Lo que ocurre, es que entre los miembros de una familia, frecuentemente se dan las dos. Pero no necesariamente se dan. Y todos conocemos casos de padres e hijos que no se hablan o de hermanos que pelean entre ellos durante años.
De la misma manera que muchos de nosotros tenemos amigos a los que sentimos «como si fueran de la familia», lo que se da gracias a ese poder del amor.
Ese es el sentido de un pasaje del Evangelio que ciertamente puede resultar difícil de entender en una primera lectura, y es el siguiente:
Vinieron a él su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él. Entonces le avisaron: «Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte». Él respondió diciéndoles: «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». (Evangelio Lucas 8, 19 – 21).
En esta ocasión Jesús estaba ocupado y fueron a avisarle de que su madre y hermanos estaban esperándole. Seguro estaría deseando salir a verles y darles un abrazo, pero lo cierto es que contesta con una frase que puede resultar desconcertante:
«Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» son aquellos que hacen del amor su estilo de vida. Cuando Jesús responde «Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» se refiere, precisamente, al hecho de que hay un parentesco más hondo que el que la sangre y es el parentesco que da el Espíritu: el parentesco que da el amor.
Entre Jesús y María, por supuesto, se daban los dos.
La imagen es de Pezibear en pixabay
Querida Marta, cuánto Espíritu en tus reflexiones. Gramorix
Da gusto tu acierto y claridad y qué privilegio vivir y educarse en un hogar como el vuestro, evocando el de Nazaret. Gracias, una vez más por tu Luz tan compartida
Qué bella descripción de la familia…
…Y sublime la frase final.
Muy bien centrado el papel de la familia en su sentido literal y en su acepción extendida. Hay algunos excesos que se comprenden pero son fácilmente corregibles.
Que es la familia: como debemos mantener la familia agrupada con el amor de Dios en la sociedad y el ámbito donde uno se encuentra dentro del medio ambiente en la que compone la sociedad en sí. Porque que viene siendo la familia en general con referente a la biologica.