En aquel tiempo, entre la admiración general por lo que hacia, Jesús dijo a sus discípulos: «Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres.» Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.

Lucas 9, 43 – 45

Hace unos días leia este pasaje, y una vez más, me veía reflejada en la actitud de esos apóstoles que, a pesar de llevar ya tiempo conviviendo con Jesús diario, viendo su actitud, viéndole acoger a las personas más vulnerables, viéndole enfrentarse a los poderosos, viéndole hacer milagros, viéndole orar y escuchando su doctrina, no terminaban de entender qué era aquello que les proponía como estilo de vida. Y sus corazones no llegaban a transformarse. Su transformación tendría lugar algo después, con la venida del Espíritu Santo, tras la muerte y resurrección de su Maestro.

A los apóstoles les daba miedo preguntar a su Maestro sobre aquel asunto que intuían que no les iba a gustar. Y a mí hoy, siglos después, también me da miedo preguntale:

Porque, como ellos, sé que Jesús me acompaña en mi caminar. Lo sé bien. Lo siento. Vivo cada día surfeando entre muchas más responsabilidades y tareas de las que me gustaría llevar a mis espaldas y, cuando me enfrento a cada día, confío, con cierto vértigo, en que todo llegará a buen puerto. Y así ocurre siempre. Siempre termino saliendo adelante y sé bien que no salgo por méritos propios: trabajo mucho, sí, pero siento que desde Arriba siempre me andan echando una mano. O dos. También en esas pequeñas grandes cosas de la vida cotidiana.

Pero, como ellos, muchas veces escondo la cabeza en el suelo, como si fuera un avestruz, por miedo a preguntar por eso que no entiendo y por miedo a preguntar a Dios qué es lo que quiere de mí. Muy posiblemente -aunque me cueste reconocerlo- para no escuchar respuestas que no quiero oir.

Porque escuchar sus respuestas me obligaría a actuar en consecuencia. Me obligaría a hacer cambios en una vida razonablemente ordenada que me gusta tal y como está. Y me obligaría, sobre todo, a cambiar de actitud, a cambiar la mirada mirada y a transformar, de verdad, el corazón.

Porque no es lo mismo hacer cosas buenas que amar.

Porque no es lo mismo ir por libre que ir por la vida haciendo equipo con Dios y dejando que sea Él quien coja el timón y tome la iniciativa.

Pero debo coherente y preguntar, sin tardar demasiado ¿qué es lo que quieres de mí? Y ponerme después, de verdad, en sus manos.

No debemos dejar que el miedo nos acobarde, nos paralice, nos haga pequeñitos y nos impida sacar todo el potencial que tienen los talentos que nos regalaron al nacer, con los que podemos dejar que Dios construya nuestra mejor versión.

La imagen es de pexels en pixabay

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