Uno de los pasajes, en mi opinión, más extraordinarios del Evangelio es el que relata cómo Jesús se aparta a un monte a orar, se transfigura y conversa con Moisés y Elías, quienes comienzan a preparar su corazón para la pasión que iba a vivir. También se hizo presente en el encuentro el mismísimo Dios Padre. Y todo ello tuvo lugar en presencia de tres de los apóstoles: Pedro, Santiago y Juan.
¿Qué sentirían los apóstoles frente aquella visión de la familia del Cielo entre ellos, aquí en la tierra? ¿Sentirían que estaban atisbando la eternidad? La experiencia, además, les hacía evidente que habían acertado con la decisión que habían tomado de dejarlo todo para seguir a Jesús. Les hacía evidente que habían orientado sus vidas en la dirección correcta. Y les hacía evidente también que había una resurrección y una vida después de ésta.
De los apóstoles, solamente Pedro intervino en la conversación. Y lo hizo con estas palabras:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»
Pedro, una vez más, tan humano y tan cercano a nosotros, no quiere que termine aquella experiencia tan extraordinaria, tan grandidosa, tan esperanzadora, tan ilusionante, tan apacible y tan generadora de paz.
Cualquiera de nosotros, en su situación, lo hubiéramos verbalizado o no, hubiéramos sentido lo mismo, y hubiéramos querido también que aquello durara el mayor tiempo posible. Porque está en nuestra naturaleza el tratar de asentarnos en lo agradable.
Pero, aquella conversación del Tabor terminó, y los apóstoles tuvieron que bajar del monte junto a su Maestro a su vida de predicaciones, caminos, cansancio, curaciones, acogidas, luchas, éxitos y fracasos.
También las situaciones apacibles de nuestra vida tienen un fin que nos lleva a volver a lo cotidiano: una vida llena de responsabilidades, tareas, decisiones, preguntas, búsquedas, cansancio, incertidumbres, expectativas, inseguridades, alegrías y tristezas.
Todas esas situaciones podemos vivirlas desde el amor: desde un profundo amor a los hombres y al Padre. Las apacibles y las que no lo son tanto. Y todas ellas podemos vivirlas también desde un profundo agradecimiento a Dios por esta fantástica aventura que es la vida.
Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Mateo 17, 1 – 9
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