Equilibrio

Todas las personas atravesamos etapas dulces en nuestra vida: etapas en las que nos sentimos socialmente muy bien aceptados, etapas de éxito académico o profesional, etapas en los que nos sentimos muy queridos, etapas en las que disfrutamos mucho de la vida, etapas en las que nos sentimos creativos, etapas en las que nos sentimos valientes, etapas en las que nos comemos el mundo o etapas en las de, de una u otra manera, sentimos que triunfamos.

De la misma manera que pasamos etapas complicadas, en las que sentimos que nos desbordan los problemas, o en las que nos sentimos tristes, inseguros, de mal humor, poco queridos, agobiados, estresados, desanimados o bichos raros a los que nadie ni entiende ni entenderá jamás.

Todas esas etapas y todos esos sentires forman parte de la vida. Una vida en la que habitualmente se alternan las luces y las sombras, las cosas buenas con las que no lo son tanto. Todas son necesarias. Todas tienen su porqué y su para qué. Y son muchas las veces que, con el paso del tiempo, nos damos cuenta de que esas etapas complicadas -que ninguno desearíamos para nosotros mismos- nos han ayudado a crecer, a aprender, a saber ponernos en la piel del otro o a poner en valor las cosas buenas que tenemos.

En los momentos de triunfo, sobre todo cuando se alargan en el tiempo, es fácil que nos vengamos arriba, que nos crezcamos y que terminemos por creer que lo tenemos todo controlado y que el mérito es nuestro.

Y podemos perder el equilibrio.

Cuando las cosas no nos van bien, por el contrario, es fácil que nos desbordemos y nos vengamos abajo. Y que incluso nos castiguemos a nosotros mismos echándonos las culpas de cosas que a veces no era posible evitar.

También podemos perder el equilibrio.

Porque tan errado es venirse demasiado arriba cuando la vida nos sonríe, como derrumbarse cuando las cosas nos van mal.

Lo acertado, creo yo, es apoyarse en Dios. Siempre. Cuando las cosas van bien y cuando no lo van tanto. Es lo único que es estable y lo único que sabemos que siempre, siempre, siempre, tendremos con nosotros. Aunque a veces nos parezca que no nos escucha, o que permanece en silencio o que ha desaparecido de nuestra vida. Él siempre está ahí y siempre lo estará. En la retaguardia. Queriéndonos con un amor tan infinito y tan incondicional como inmerecido. Afortunadamente no nos quiere por nuestros méritos, sino porque es, sobre todo, Padre.

Si nos apoyamos, de verdad, en Dios, cuando la vida nos sonría sentiremos su mano en lugar de nuestro esfuerzo, nuestro buen hacer y nuestros méritos. Y las soberbias y ese llegar a mirar al otro con aires de superioridad nunca llegarán. Porque sabremos que, como niños, somos cuidados y ayudados. Y que desde el Cielo están poniendo todo lo que a nosotros nos falta.

De la misma manera que si nos apoyamos, de verdad, en Dios, cuando las cosas nos vayan mal sentiremos igualmente su mano acariciándonos y sosteniéndonos. Tendremos muy presente que Él sabe más y confiaremos en que todo tendrá sentido; un sentido que, más pronto o más tarde, terminaremos conociendo.

Como siempre hizo Jesús, quien no se creció el Domingo de Ramos cuando todo el pueblo le aclamaba como profeta, de la misma manera que tampoco se achantó poco después cuando lo cogieron preso y lo maltrataron en la pasión. Siempre tuvo claro quién era y siempre confió en el plan que su Padre dispuso para él. Y todo terminó por tener sentido.

Apoyar la vida en Dios es, ciertamente, cimentar nuestra casa sobre roca. Y ayuda enormemente a vivir tranquilo, a vivir sin miedo y a vivir con mucha, mucha paz. Incluso en medio de situaciones tan sumamente complejas como la que estamos viviendo a día de hoy a nivel mundial con el coronavirus, que ha cambiado nuestras vidas de repente de una manera tan radical.

«Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» San Ignacio de Loyola

La imagen es de Alexandra_Koch en pixabay

4 comentarios

  1. Me encanta la reflexión de hoy. Es algo sobre lo que siempre he pensado. Y me encanta la cita de San Ignacio del final, tenemos que vivirla. Gracias Marta

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