
Incluso quienes tenemos claro que queremos seguir a Jesús y nos hemos hecho el firme propósito de hacer de su doctrina nuestra vida tropezamos mucho. Muchísimo. En ocasiones nos dejamos seducir por los espejismos del mundo, en otras ocasiones nos dejamos arrastrar por las modas de turno y en otros momentos nos dejamos llevar por nuestras apetencias y nuestras debilidades: pereza, comodidad, envidia, soberbia, … cada uno las que tenemos como compañeras de viaje.
Cuando nos damos cuenta de que hemos caído nos sentimos mal. Y nos arrepentimos. Y nos arrepentimos muy especialmente – al menos en mi caso – si con nuestros actos hemos perjudicado a otros o si se trata de algo recurrente, con lo que ya hemos tropezado más veces, y se nos hace evidente que no conseguimos superarlo.
Es momento de hacer balance. Un balance sincero con nosotros mismos. Para tratar de analizar qué nos ha llevado hasta el tropiezo. Sin echar balones fuera. Sin tratar de culpar a otros de lo que es responsabilidad nuestra. Sin tratar de justificarnos ni ante nosotros mismos ni ante Dios.
Es momento de aprender de los errores. Para tratar de evitar, en la medida de lo posible, que se repitan en el futuro. Y detrás de un mal comportamiento o una ofensa al otro puede haber una envidia, unos celos o una soberbia que más nos vale tener identificado como lo que realmente es.
Es momento de pedir perdón a quien hayamos podido ofender o perjudicar con nuestros actos.
Es momento de ponernos en paz también con Dios y de volver a Casa. Sabiendo que Dios no nos perdona por los méritos que hayamos podido cosechar, sino que nos perdona por el inmenso amor que nos tiene. Y teniendo la seguridad de que hace una fiesta en el Cielo cada vez que recupera una oveja que estaba perdida.
Y es momento, sobre todo, de conversión. Porque cuando no hay conversión, lo que se evidencia es que el arrepentimiento no es verdadero.
Un caso precioso de conversión lo tenemos en el pasaje del Evangelio sobre Zaqueo:
Evangelio Lucas 19, 1-10
Entró Jesús en Jericó e iba atravesando la ciudad. En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa”. Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor: “Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más”. Jesús le dijo: “Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”
No detalla el Evangelio la conversación entre Jesús y Zaqueo. No hace falta. Por su resultado, sabemos que esa conversación llevó a Zaqueo a tomar conciencia de que no había ganado su riqueza de una forma justa y también de que su estilo de vida estaba lejos de la doctrina que predicaba Jesús.
Se arrepiente y se esfuerza en arreglar lo que en el pasado había hecho mal, dando la mitad de sus bienes a los pobres y compensando con creces cada fraude realizado. Y con su cambio de actitud lleva la salvación a su casa.
Eso es conversión.
No todo en los tropiezos – una vez superados – es malo. El haber hecho las cosas mal, el haber sido conscientes de ello, el habernos arrepentido, el haber tenido que pedir perdón y el tener que luchar, en muchos casos, para superar una debilidad personal, nos hace sentirnos muy vulnerables. Nos hace sentirnos pequeños. Nos hace sentirnos necesitados de la comprensión de Dios, de su misericordia y de su perdón. Nos quita la soberbia y nos vuelve comprensivos ante quienes, después que nosotros, también tropiezan y también caen.
La imagen es de geralt en pixabay
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