En el camino de la vida, antes o después, todas las personas sufrimos. Incluso las que aparentemente somos más afortunadas: amores no correspondidos, agobios, enfermedades, desempleos, traiciones, inseguridades, crisis personales, crisis de fe o deslealtades son situaciones que ninguno querríamos vivir pero que no pocas veces nos toca atravesar. Y nos hacen heridas que habitualmente acaban cicatrizando y que de alguna manera contribuyen también a conformar las personas en las que nos vamos transformando.
Las situaciones dolorosas habitualmente se nos presentan sin más. Y cuando lo hacen nos vemos obligados a hacerles frente.
En ocasiones, es por buscar el bien de otros por lo que nosotros salimos mal parados. Jesús nos invitó a comportarnos con los demás como nos gustaría que los demás se comportasen con nosotros: “Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas“ (Evangelio Mateo 7, 12). Y esta regla de oro nos obliga a no mirar para otro lado ante las injusticias y la defensa del más débil, aunque ello se traduzca en que podamos salir magullados: debemos ser generosos y anteponer sus intereses a los nuestros. Sabedores de que, como no podía ser de otra manera, «en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor» (San Juan de la Cruz).
El dolor no hay que buscarlo. Si se presenta o si el bien del otro lo requiere, hay que enfrentarlo; pero desde luego no hay que buscarlo ni hay que fabricarlo a fuerza de imaginación, ni a fuerza de agrandarnos nosotros solitos las preocupaciones dando vueltas a situaciones que posiblemente nunca lleguen a darse. ¿Qué sentido tiene eso? Por nuestra parte nosotros debemos tratar de buscar la felicidad.
¿Qué hacer para enfrentar el dolor cuando llega? ¿qué hacer para curar las heridas?
En mi opinión la mejor opción es siempre recurrir al Padre, con la seguridad de que las cosas no ocurren porque sí; con la seguridad de que a Dios no le gusta vernos sufrir – ¿a qué padre de la tierra le gusta ver sufrir a sus hijos? – y con la seguridad de que todo tiene un porqué y un para qué, aunque a veces no seamos capaces de ver ni lo uno ni lo otro.
Siempre podremos, como niños, pedirle que nos quite el dolor, que nos ayude a pasar por él o que nos cure las heridas:
“Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre» (Evangelio Mateo 7, 7).
Estas palabras que pronunció Jesús son una promesa. Y como tal, se cumple. Si bien es cierto que no todo lo que pedimos nos es concedido tal y como nosotros lo pedimos; porque los tiempos de Dios son muy distintos de nuestros tiempos; y porque Dios lo que siempre nos regala es lo que será mejor para nosotros, aunque no se ajuste del todo a lo que a nosotros nos gustaría.
Por otro lado, lo cierto es que no todo en torno al dolor es malo. De las lágrimas también pueden salir grandes bienes:
Muchos de nosotros tenemos cierta tendencia a creernos que cuando las cosas nos van bien que es por nuestros méritos: porque hacemos las cosas bien y porque nos lo merecemos; y nos sentimos poderosos e importantes. Cuando se presenta el dolor nuestro pequeño mundo se nos derrumba como un castillo de naipes y tomamos conciencia de lo vulnerables que somos, de lo pequeños que somos, de lo poco que podemos. Volvemos a sentirnos como niños y nos volvemos a Dios, tomando conciencia de lo muchísimo que lo necesitamos.
Si las lágrimas nos llevan a cobijarnos en los brazos del Padre, y el Padre se hace de rogar, y nosotros nos mantenemos ahí, firmes, habitualmente creceremos en la Fe. Y creceremos mucho más que en aquellos períodos en los que la vida nos sonría y las cosas nos vayan razonablemente bien.
Las heridas nos acercan al que sufre, nos hacen comprenderlo mejor, nos facilitan el que nos pongamos en su piel, nos facilitan que podamos empatizar con él. Nos ayudan a asemejarnos más a ese sentir de Jesús, que siempre tuvo entrañas de misericordia.
La imagen es de Alexas_Fotos en pixabay
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