Evangelio apc Planta con espinas

Llegaban a su fin los tres años de vida pública de Jesús. Tres años que había dedicado a ir de pueblo en pueblo dando vista a los ciegos, curando endemoniados, sanando leprosos, perdonando pecados y tendiendo su mano a aquellos a los que la sociedad rechazaba. Tres años que había dedicado a predicar, también con palabras, eso que él hacía vida cada día: que debemos de vivir desde un profundo amor a Dios y el amor a los demás. Sin más. Y sin menos. 

Jesús enseñaba a los suyos en privado y lo hacía también cuando tenía ocasión a todo aquel que quería escucharle en la sinagoga. Enseñaba con autoridad: tocaba el corazón de aquellos que le escuchaban con buena disposición. Y lo conseguía, no sólo por la profundidad y sencillez de su mensaje, sino también porque él resultaba una persona creíble, segura, coherente.

No tocaba el corazón de aquellos que no le escuchaban con buena disposición, como fue el caso de muchos de los fariseos, que tuvieron la oportunidad de escucharle y de verle actuar. Y a pesar de todo se resistían a creer en él.

Jesús les afeó su conducta en numerosísimas ocasiones, pese a ser un colectivo realmente influyente y poderoso. Lo hizo incluso públicamente, a sabiendas de que con ello se estaba ganando su enemistad y se estaba poniendo en peligro.  En medio de esa situación de tensión Jesús resucita a Lázaro;  la noticia que corre como la pólvora y en ese momento – ahora sí – deciden matarlo:

Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación». Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos. (Evangelio Juan 11, 45 – 54).

Los fariseos deciden matar a Jesús porque comienza a tener muchos seguidores: deciden matarlo porque lo sienten como una amenaza a su posición social.

Pese a ser quienes guiaban espiritualmente al pueblo lo que demuestran con su decisión es que no buscaban la verdad para aprenderla y para transmitirla a quienes les miraban buscando saber de Dios. Tampoco les importaba quedar bien ante los ojos de Dios, ni les importaba el pueblo: se preocupaban, tan solo, por mantener su posición de privilegio. Deciden matar a Jesús y, con ello, robar esa verdad a quienes la andaban buscando.

El comportamiento de estos fariseos visto a día de hoy nos parece absolutamente inadmisible. Y lo es. Pero muchos de nosotros, 21 siglos después, y salvando las distancias, no tenemos un comportamiento demasiado distinto del que ellos tuvieron entonces, cuando actuamos o tomamos decisiones:

Porque son muchas las veces que miramos por nuestro interés, sin preocuparnos demasiado cómo quedan de bien o de mal parados los demás; esos «demás» que se ven afectados por nuestras decisiones. ¡Hay que ver lo que nos cuesta ser generosos y pensar en los intereses de los otros antes de pensar en los nuestros!

Porque son numerosas las ocasiones en las que nos esforzamos por justificar comportamientos y decisiones que no admiten justificación alguna. Y podremos engañar a los demás e incluso engañarnos a nosotros mismos. Pero desde luego, al que nunca podremos engañar es a Dios.

Porque son muchas las veces que nos escondemos entre la multitud y aprovechamos el anonimato para hacer lo que sabemos que no está bien y nunca haríamos a cara descubierta.

Porque en ocasiones usamos nuestras palabras para desprestigiar a otros. Sin darnos cuenta de que esas palabras nuestras, además de contribuir a ese desprestigio del otro, están retratando lo que nosotros llevamos en  nuestro corazón «porque de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Evangelio Mateo 12, 34).

Siempre es buen momento para mirar hacia adentro y tratar de hacer un ejercicio de autocrítica; habitualmente nos encontraremos con recorrido para mejorar, para estar más cerca de Dios, para vivir más hacia los demás y, como consecuencia, para ser más felices.

La imagen es de Weevinz en pixabay

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