La pobreza material es algo que ninguno deseamos ni para nosotros mismos ni para quienes queremos, porque lleva consigo muchas penalidades y sufrimientos. Desgraciadamente es una realidad que está ahí y son muchas las personas que la padecen, en unos casos durante alguna etapa de la vida y en otros casos durante la vida entera.
Podríamos reflexionar sobre cómo habitualmente somos los hombres los causantes de las injusticias y cómo intereses particulares e intereses macroeconómicos hacen que haya incluso países enteros condenados a vivir en la pobreza y a continuar en ella en los años venideros. Pero en esta ocasión quería reflexionar acerca de la relación entre la pobreza material y la espiritualidad a nivel individual.
Porque, afortunadamente, no todo lo que rodea la pobreza material es malo.
Son bastante las ocasiones en las que Jesús ensalza a quienes viven en la pobreza. En el sermón del monte, de hecho, los menciona en primer lugar:
«Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de Dios» .
¿Por qué esta bienaventuranza?, ¿qué sentido tiene?.
Dios Padre siente una debilidad especial por los hijos que más sufren. Lo mismo, a otro nivel, que nos pasa a los padres de aquí de la tierra: si cualquiera de nosotros tenemos varios hijos y uno de ellos tiene mala salud, o algún otro problema serio, es ese el hijo que tenemos permanentemente en el pensamiento y al que más se nos va el corazón, aún sin quererlo. Es lo que le pasa a Dios, pero en mayor medida, puesto que su capacidad de amar es muchísimo mayor que la nuestra. Y como lo cierto es que la pobreza se traduce en tanto sufrimiento para quien la padece, estas personas son debilidad de Dios.
Por otro lado, conocemos por otros pasajes del Evangelio que la riqueza es un obstáculo para la vida espiritual. Porque aunque en sí misma no es ni buena ni mala – lo que es bueno o malo es el corazón de quien la posee – la verdad es que facilita enormemente el que las personas pongamos toda nuestra confianza tanto en ella como en el poder, las relaciones y las influencias que trae consigo. Y confiar en parte en ella es razonable … el problema viene cuando confiamos solamente en ella y cuando nos dejamos esclavizar por ella.
La pobreza, por el contrario, es facilitadora de la vida espiritual, porque quien no puede confiar en bienes materiales, relaciones o influencias, tiene más fácil poner su confianza en Dios, relacionarse con Él y terminar creciendo en la Fe.
Quien pocos bienes posee suele, además, ser más desprendido y más generoso con lo poco que tiene. Tanto si conoce como si desconoce a Dios es fácil que ande mirando por los demás, estando por tanto cerca del Padre y de Jesús: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Evangelio Juan 13, 35).
Un caso extremo lo tenemos en el siguiente pasaje del Evangelio:
Alzando los ojos, vio a unos ricos que echaban donativos en el tesoro del templo; vio también una viuda pobre que echaba dos monedillas, y dijo: «En verdad os digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir». (Evangelio Lucas 21, 1 – 4).
De ahí ese «bienaventurados los pobres porque vuestro es el reino de Dios«: quienes miren por los demás – cosa que la pobreza frecuentemente facilita – disfrutarán del reino de Dios en la tierra y seguirán disfrutando de él también en el Cielo.
También habrá, cómo no, personas que vivan en la pobreza que sean duras de corazón, a las que no les interese Dios y, sobre todo, no les interesen los demás. Estas personas, desgraciadamente, habrán sufrido en esta vida, y también lo harán en la otra.
Sean cuales sean las circunstancias económicas que nos vayan acompañando a lo largo de nuestra vida, lo importante es que seamos capaces de ir creciendo en el amor y de ir, cada vez más, viviendo la vida ordinaria con un corazón extraordinario.
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Habría que distinguir entre la pobreza extrema querida y deseada, como la de algunos religiosos, de la pobreza también extrema pero no deseada de los que viven sin nada, incluso sin agua ni esperanzas de llegar a tenerla. Algunos textos del evangelio se comprenden muy bien referidos a los primeros, pero resultan duros y difíciles de entender si pensamos en los segundos.