Muchos de nosotros cuando nos enfrentamos a una determinada situación ponemos nuestra confianza en nuestro trabajo, en nuestras fuerzas, en nuestros recursos o en nuestras influencias. Y que hagamos todo lo que está en nuestra mano es necesario, claro que sí. Pero además, deberíamos poner siempre nuestra confianza en ese Padre que todo lo puede y que está deseando que acudamos a Él para echarnos una mano.
En el Evangelio podemos encontrar numerosos pasajes en los que Jesús se retira a hacer oración para estar con su Padre. Necesita de ese alimento para coger fuerzas que le faciliten después servir mejor a todos.
E igual que hizo él, nos invita a nosotros a que tengamos «trato» con Él, a que nos relacionemos con Él, que le demos gracias, que le contemos nuestras alegrías y nuestras penas, que le confiemos nuestros miedos y nuestras inquietudes y que le pidamos por nuestras necesidades y también por las necesidades de los demás. En ocasiones, el Padre nos concederá lo que le pedimos, pero en otras ocasiones no será así, porque lo que pedimos no conviene, o porque no es el momento, o porque hay otra solución mejor, o porque … lo que quiera que sea. A veces sabremos las razones por las que una petición no es resuelta como la pedimos y otras muchas veces no lo sabremos, pero debemos tener la confianza y la seguridad de que siempre, siempre, siempre, somos escuchados.
Es cierto que Dios todo lo sabe y que conoce tanto nuestros corazones como nuestras necesidades sin que nosotros ni siquiera se lo pidamos. Pero no es menos cierto que Dios es Padre y que como tal, le gusta que le confiemos nuestras cosas y que acudamos a Él cuando necesitemos su ayuda (¿qué padre de aquí de la tierra no entiende esto?, ¿acaso no nos encanta también a nosotros que acudan a nosotros nuestros hijos?).
Hay una parábola en la que, expresamente, nos invita Jesús a pedir y a insistir a Dios sin desfallecer:
Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar» (Evangelio Lucas 18, 2 – 8).
Esta perseverancia en la oración, en mi opinión, debemos tenerla para las cosas importantes y también para las cosas más del día a día, habitualmente más pequeñas. Creo que a Dios, como Padre nuestro que es, tiene que gustarle especialmente que le demos cabida en esas pequeñas cosas y que de esta manera le hagamos partícipe de nuestra vida cotidiana.
Es importante que sepamos perseverar en la fe y en la oración siempre, aunque vayan cambiando las circunstancias que van rodeando nuestra vida. Porque no se vive igual la fe en la adolescencia, que en la juventud, que en la madurez. Ni tampoco se vive igual la fe en épocas en las que todo nos va bien, que en las épocas difíciles o complicadas de nuestra vida. Pero sean cuales sean esas circunstancias que nos rodeen, e incluso cuando nos pueda parecer que estamos algo abandonados, hemos de saber mantenernos ahí, constantes, seguros de que Dios Padre sigue estando detrás, preocupándose y ocupándose de nuestras cosas.
La imagen es de Dimitri Conejo Sanz en Cathopic
Qué confianza da tu comentario, especialmente en etapas difíciles o duras; pero además, siempre. Un seguro, el más seguro, que además, no cobra póliza. Gracias, Marta