Es fácil que las responsabilidades, las tareas y las ocupaciones que todos tenemos terminen atrapándonos y ocupándonos prácticamente el día entero, sin dejarnos apenas tiempo ni para los demás ni para Dios. Y así, y casi sin que nos demos cuenta, podemos pasar días, semanas, e incluso años, desperdiciando un tiempo precioso que bien podríamos haber ocupado mejor de haber sabido parar y escuchar a Dios. ¿Por qué no dejar que abra nuestros oídos y nuestro corazón?
Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.
Evangelio Marcos 7, 31 – 35
Aquel sordo que apenas podía hablar necesitó ayuda para acceder a Jesús y alguien se la prestó: lo condujo hasta el Maestro y le solicitó que le impusiera las manos. Y Jesús obró el milagro.
Nosotros, igual que aquel sordo, muchas veces necesitamos ayuda, seamos conscientes de ello o no. ¿Acaso no reaccionamos en ocasiones porque alguien que nos quiere se ocupa de hacernos ver que no estamos haciendo las cosas bien? Las personas que nos rodean son los instrumentos de los que suele valerse Dios para zarandearnos, para hacernos ver la realidad, para invitarnos a reconducir lo que empieza a torcerse o está ya torcido. De la misma manera que se vale otras veces de nosotros para hacer reaccionar a otros.
Es bueno que nos sintamos corresponsables los unos de los otros. Porque todos podemos ayudar a quienes nos rodean y todos, más pronto que tarde, necesitamos ayuda; con los problemas de la vida, los problemas del mundo, los problemas del día a día… y también con la vida espiritual. Y ahí debemos estar.
Nosotros hoy también debemos dejar que Jesús abra nuestros oídos y nuestro corazón para poder escuchar lo que necesitan y lo que sienten quienes van pasando a nuestro lado en el camino de la vida. Y para incluso adelantarnos a esas necesidades que tantas veces podemos ver venir si estamos un poco atentos.
También debemos estar receptivos a escuchar qué es lo que quiere Dios de nosotros y no ir por libre. Incluso los cristianos y quienes queremos llegar a serlo, muchas veces nos embarcamos con la mejor de las intenciones en empresas que creemos que van a ser muy buenas. Y ponemos en ellas alma, vida y corazón. Y les dedicamos nuestro tiempo, nuestras fuerzas y nuestros desvelos… pero nos embarcamos en ellas sin contar con Dios, sin intentar siquiera atisbar primero cuáles son sus planes, qué es lo que él quiere de nosotros. ¿Cómo vamos a hacer equipo con él si ni siquiera nos ponemos a la escucha para saber cuál es su voluntad? Está muy bien que nos pongamos en marcha, y que tengamos la disposición de ponernos al servicio de su causa y sus cosas… pero debemos hacerlo de su mano.
Para poder escuchar también hace falta quitar todos esos ruidos que tenemos en nuestra vida que, sin ser necesariamente malos, nos distraen, nos dispersan, nos desvían de lo que verdad importa y terminan robándonos la atención y el tiempo.
También es necesario levantar el pie del acelerador y parar un poco, tratando de encontrar la serenidad, el equilibrio y la paz, incluso conviviendo con esta locura de agendas, en las que se nos acumulan muchas más tareas de las que sería razonable asumir.
Tener el corazón abierto a la escucha es posible. Claro que sí. Pero hay que querer tenerlo.
La imagen es de Susanne Jutzeler en pexels
La coexistencia requiere que cualquier tipo de relación (comunicación, ayuda etc.) sea siempre una vía de doble sentido. Si no es así, no hay coexistencia sino existencias paralelas.