A muchos de nosotros nos cuesta reconocer que no hacemos las cosas bien. O al menos que no las hacemos todo lo bien que deberíamos o podríamos hacerlas. Y con tal de no reconocerlo, somos capaces de inventar mil y una excusas con las que tratar de justificar nuestro comportamiento y echar balones fuera.

Encontramos excusas para justificarlo casi todo: que no tenemos tiempo para ocuparnos de los demás, que no llegamos siquiera a atender como se merece a nuestra familia, que no estamos pendientes de nuestros amigos, que no es el momento de cambiar de actitud o de romper con malos hábitos, que no tenemos un estado personal adecuado para pasar ratos con Dios, que no nos llegan las horas del día para cumplir con tantas obligaciones, que en realidad no hay nada que perdonar, que no es el momento de asumir más cargas…

A veces es rigurosamente cierto que se nos presentan obstáculos que nos impiden hacer lo que deberíamos, por supuesto que sí; pero normalmente no es así y, simplemente, tratamos de justificar lo injustificable.

Los motivos por los que buscamos excusas -algunos más confesables que otros- pueden ser de muy distinta naturaleza: en algunas ocasiones es la soberbia la que nos impide reconocer nuestros tropiezos, en otras es nuestra resistencia al cambio, en otras es nuestra aversión a tener que pedir perdón y en otras es el miedo a que nos vean fracasar.

Con nuestras excusas podemos quedar justificados ante los demás. Podemos, incluso, llegar a creérnoslas y quedar justificados frente a nosotros mismos. Pero a quien nunca, nunca, nunca podremos engañar es a Dios, quien sabe -incluso mejor que nosotros mismos- lo que de verdad nos mueve, lo que llevamos en el corazón, cuáles son las circunstancias que nos rodean y cuáles son, de verdad, nuestras intenciones.

Incluso en aquellos casos en los que llegamos a enredarnos en una madeja de excusas, lo más sensato siempre será reconocer la realidad y la verdad tal cual es, sin tratar de disimular o encubrir nada: si nos hemos comportado mal, si hemos fracasado, si hemos caído en tentación, si hemos cometido faltas de omisión, si hemos sido deshonestos, si hemos sido egoístas, si hemos hablando más de la cuenta, si hemos herido los sentimientos de otros…. más vale reconocerlo.

Todos cometemos errores, todos tropezamos y todos llevamos miserias en el corazón que debemos superar. Y, sin duda, el primer paso para poder superarlas es reconocerlas como lo que son; sin paños calientes. Siendo honestos con nosotros mismos y siendo honestos también con los demás. Y siendo valientes y plantando cara a esa hipocresía que tantas veces nos acompaña y que nos lleva a querer proyectar una imagen de nosotros mismos que no se corresponde con nuestra realidad. No debemos pretender ser perfectos ni tampoco querer aparentarlo. No tiene sentido.

Cometer errores tiene también un lado positivo, y es que nos hace comprender bien a otros que también tropiezan.

Por otro lado, sentirnos vulnerables nos empuja a levantar los ojos al Cielo con la mirada de quien sabe que ha metido la pata y a buscar, confiados, el gesto cariñoso y misericordioso de ese Dios que sobre todo, es Padre.

La imagen es de pexels en pixabay

3 comentarios

  1. Que cierto es lo que esta semana nos dices con las mil escusas…..
    Me puedo engañar yo, pero no a Dios.
    Gracias y todo mi cariño

  2. Para vencer la soberbia o nuestra resistencia a pedir perdón, hay una receta que me parece eficaz: empezar por perdonarnos a nosotros mismos por los errores cometidos. Esto nos libera de la ansiedad y facilita mucho los pasos que se tengan que dar a continuación.

  3. Para vencer la soberbia y la resistencia a pedir perdón, hay una receta que me parece importante: saber perdonarnos a nosotros mismos por los errores cometidos. Esto nos libera de la ansiedad y facilita los pasos que tengamos que dar a continuación.

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