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En el mundo que nos ha tocado vivir no abunda demasiado la generosidad. Más bien predomina el individualismo y el egoísmo: las personas nos preocupamos fundamentalmente de nosotros mismos y nos ocupamos cada día de tratar de satisfacer nuestras necesidades, nuestros intereses y nuestros deseos; estando éstos muy por delante, por supuestísimo, de las necesidades, los intereses y los deseos de quienes nos rodean.

A veces hacemos cosas por los demás, claro que sí. Pero en ocasiones, incluso cuando hacemos cosas por ellos, no es el amor hacia el otro lo que nos guía, sino que más bien nos mueve el quedar bien ante sus ojos, el quedar bien ante los ojos de los demás o el esperar algo a cambio: nos mueve el interés.

Este comportamiento nuestro no es nada nuevo. Se da desde que el mundo es mundo y ya Jesús, hace 21 siglos, advertía sobre él:

Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había habido más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían marchado solos. Entretanto, unas barcas de Tiberíades llegaron cerca del sitio donde habían comido el pan después que el Señor había dado gracias. Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado». (Evangelio Juan 6, 22 – 29).

El día anterior al que describe este pasaje había tenido lugar la multiplicación de los panes y los peces: un milagro absolutamente espectacular, con el que Jesús había dado de comer a cinco mil hombres (sin contar las mujeres y los niños) que habían acudido a escuchar su mensaje, con tan sólo 5 panes y 2 peces. Y habían comido todos ellos y aún habían sobrado doce canastos llenos.

La gente siguió a Jesús y éste, conocedor de la naturaleza humana, les hizo ver que sabía que lo que les estaba empujando a seguirle no era tanto el querer conocer más a fondo doctrina como el querer seguirse beneficiando de los milagros que hacía.

Jesús quería que todos aquellos que en aquel momento le seguían atraídos por la novedad, por lo extraordinario o por la oportunidad de poder curar a sus enfermos dejaran de ser tan ramplones y comprendieran el verdadero regalo que estaba poniendo ante sus ojos y que no estaban siendo capaces de ver:

Les estaba queriendo enseñar que tenían un Dios Padre en el Cielo que todo lo puede y que nos quiere más de lo que podemos soñar. Un Padre al que podemos confiarle nuestras cosas y al que podemos hacer partícipe de nuestras vidas.

Les estaba queriendo enseñar también que lo único que da sentido a la vida es el amor. El amor a Dios y el amor a los demás. Y que sólo cuando se vive hacia los demás la vida adquiere otra dimensión y alcanza su plenitud.

Pero ellos se quedaban en los beneficios que podían sacar acercándose a un Jesús que podía curar a sus enfermos y darles de comer. Se quedaban a ras de suelo.

Igual que muchos de nosotros nos estamos quedando hoy. A ras de suelo. De tal manera que incluso cuando hacemos cosas por los demás buscamos nuestro propio beneficio: quedar bien con ellos, quedar bien hacia afuera o conseguir algo a cambio de nuestras acciones.

Jesús nos invita a que amemos de manera absolutamente desinteresada: nos invita a que el bien del otro sea lo único que nos mueva. Sin buscar nada a cambio. Nos invita a que vivamos desde la gratuidad total. En el mundo, claro está; con nuestras obligaciones, nuestros trabajos, nuestras ataduras y nuestras miserias. Pero viviendo hacia los demás. Solo así conseguiremos dar ese salto que en esta ocasión invitaba a dar a quienes le estaban siguiendo y que, igual que entonces, nos invita a dar hoy también a nosotros. Merece la pena intentarlo. Podemos estar absolutamente seguros de que no quedaremos defraudados.

La imagen es de Hans en pixabay

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