Cuando pensamos en Jesús, muchos de nosotros lo que tenemos presente es cómo dejó su casa de familia y a su madre para salir a predicar su mensaje y a atender a todos aquellos que se cruzaron en su camino: devolvió la vista a los ciegos, curó leprosos, atendió a endemoniados, devolvió el oído a los sordos, resucitó a muertos y, sobre todo, tuvo siempre entrañas de misericordia y gestos de acogida para todos aquellos que se sentían excluidos de la sociedad: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lucas 5, 31 – 32).
Lo tenemos ahí, como referente, y despierta toda nuestra admiración.
También miramos con total admiración a otras personas que, como Jesús, han sabido ser generosas hasta el extremo y han renunciado a todo por los demás. Como siempre han hecho y siguen haciendo hoy cada día tantos sacerdotes y tantos misioneros por el mundo entero.
Pero lo cierto es que, aunque les miremos con admiración y los tengamos como referentes, sentimos que las vidas de la mayoría de nosotros están bien lejos de las suyas. Lejos, por las muchas ataduras que nosotros tenemos y lejos también por los cientos de actividades «super corrientes» que nosotros tenemos que hacer a diario y que nos roban buena parte del día, o incluso prácticamente su totalidad: pasamos horas trabajando, pasamos horas estudiando, vamos al supermercado, cocinamos, nos ocupamos de nuestras familias, vamos al médico, hacemos recados… son realidades tan distintas de las de esos modelos nuestros que nos vemos como en otro plano, con un orden de preocupaciones mucho menos elevadas, mucho más «del mundo», mucho más de andar por casa.
Y nos olvidamos también de que Jesús – ese Jesús al que tenemos como modelo – antes de esos 3 años de vida pública de los que tantos pasajes han quedado recogidos en el Evangelio, vivió 30 años en Nazaret una vida sencilla, una vida de familia, no tan lejana de la nuestra. Y tan bueno y tan digno de admiración fue en los 3 años de vida pública como lo fue en los 30 años de vida en Nazaret, de la que apenas nos han quedado unos cuantos pasajes en el Evangelio.
Lo importante a los ojos de Dios es el amor con el que hacemos lo que quiera que hagamos, por vulgar que nos pueda parecer. Quien vive su vida sencillamente, desde el amor, es un héroe cotidiano.
De tal manera que cuando, por ejemplo, vamos en un autobús de línea, para ir de una parte de la ciudad a otra, podemos entrar dando los buenos días al conductor – ¿cómo es posible que casi nadie lo haga? – y podemos viajar estando pendientes de que no entre nadie que pueda necesitar nuestro sitio. O podemos entrar por la puerta como si no hubiera nadie al volante y poner una barrera invisible a quienes nos rodean para que ni nos miren, ni nos molesten con ningún tipo de pregunta, ni nos requieran el sitio. Un mismo trayecto y dos vivencias completamente diferentes. Que vistas desde fuera pueden parecer dos vivencias iguales, pero pero nada tienen que ver.
Esa buena disposición hacia los demás es la que podemos tener ante esas pequeñas grandes actividades que componen nuestra vida cotidiana: ese trabajar, ese estudiar, ese ir al supermercado, ese cocinar, ese ocuparnos de nuestras familias, ese ir al médico, ese hacer recados…
Esa buena disposición hacia los demás y hacia Dios es la que podemos tener, también, cuando se presentan los problemas, las enfermedades y los sinsabores de la vida.
Esa buena disposición hacia los demás es la que debemos demostrar, también, haciendo nuestras sus penas y haciendo también nuestras sus alegrías.
Esa buena disposición es la que debemos tener siempre, hagamos lo que hagamos, por poco relevante que nos pueda parecer. De esa manera tan sencilla, haremos felices a los demás, seremos felices nosotros y nos sentiremos de Dios.
La imagen es de StockSnap en pixabay
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