Entre nosotros es común separar muy bien el ámbito personal del ámbito laboral. Y distinguimos claramente la ropa que nos ponemos para salir de la ropa que nos ponemos para trabajar, distinguimos claramente el lenguaje que utilizamos en casa o entre amigos del lenguaje que utilizamos en el trabajo, de la misma manera que distinguimos los temas de los que podemos hablar en el ámbito privado de los temas que podemos tratar en el ámbito laboral. Entre esos temas se cuentan, sin duda, los relacionados con la Fe, que nos parece que deben estar restringidos a entornos de intimidad.
Siendo esto así, lo cierto es que, aunque en el ámbito laboral no hablemos casi nunca de Dios, Dios puede y debe estar presente en él:
Porque nosotros somos la misma persona en casa que en el trabajo. Y con los valores que funcionamos en casa funcionaremos también en el trabajo. Nuestra mirada es también la misma siempre. Y también debe serlo nuestra actitud. Y el que es servicial, lo será fuera y dentro del trabajo, de la misma manera que el que es comprensivo lo será fuera y dentro del trabajo o el que es amable, flexible, cercano o simpático, lo será fuera y dentro del trabajo. Y si en el ámbito personal sentimos un llamada clara a dar testimonio con nuestra vida, lo seguiremos haciendo en el ámbito profesional. Sin tener que decir ni una sola palabra sobre Dios, sobre nuestra Fe o sobre el Evangelio. Si Dios es, de verdad, importante en nuestra vida, irá con nosotros siempre, estemos donde estemos, 24 horas al día y 7 días a la semana.
Porque en las instituciones -empresas, ONG, administraciones públicas u organismos supranacionales, lo mismo da- también puede y debe estar Dios.
Las instituciones están dirigidas por hombres y mujeres con virtudes y defectos. Y por lo tanto, tienen luces y tienen también sombras. Pero son necesarias para articular nuestra sociedad, son necesarias para impulsar proyectos y son necesarias para que podamos progresar.
Todas las instituciones se crean con un fin y en todas ellas se define su misión y su visión: su razón de ser. Y eso que les da sentido, su «para qué», su propósito, siempre puede y debe estar al servicio de las personas y del bien común (más allá de los beneficios económicos que, por supuesto, en el caso de las empresas tienen que tener para ser viables).
Es claro que en el caso de las instituciones quienes tienen más capacidad de maniobra son las personas que ocupan posiciones más altas. Pero no es menos cierto que todos los que trabajamos en ellas tenemos nuestro ámbito de influencia y todos debemos sentirnos corresponsables del rumbo que llevan y de lo que se respira en ellas. Quienes somos cristianos -o aspiramos a llegar a serlo algún día- no debemos desperdiciar la oportunidad que tenemos de aprovechar también nuestra vida profesional para ponerla al servicio de ese Reino que tantas manos necesita.
La imagen es de pexels en pixabay
Deja una respuesta