Jesús adelanta a los suyos durante la Última Cena lo que está por pasar. Sabe que no están aún listos para entender la profundidad de sus palabras, pero se las dice igualmente para sembrar en sus corazones lo que después, tras Pentecostés, sí que serían capaces de comprender en su verdadera dimensión.
Les adelanta los acontecimientos que están por venir: que uno de los apóstoles lo traicionará, que lo apresarán, que lo matarán y que al tercer día resucitará. Y también les adelanta algo que en aquel momento a buen seguro no comprendieron: que Jesús y el mismísimo Dios Padre harían morada en ellos.
El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él». Le dijo Judas, no el Iscariote: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?». Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Juan 14, 21 – 23
Tras su muerte, resurrección y ascensión al Cielo, Jesús no dejó solos a los suyos. Tampoco nos deja solos hoy a nosotros. Prometió a los suyos entonces, y nos promete hoy a nosotros, que si guardamos su palabra, si tratamos de hacer del amor nuestro estilo de vida, si tratamos de vivir la vida ordinaria con un corazón extraordinario, el Padre y Él estarán con nosotros.
Estarán con nosotros siempre. Y para que así sea, habitarán en nuestro corazón.
Jesús y el Padre nos conocen bien. Nos conocen incluso mejor que nosotros mismos. Saben, por tanto, de nuestras debilidades y de nuestras miserias. Y, a pesar de todas ellas, quieren acompañarnos y quieren habitar en nuestro corazón. Porque nuestros talentos también están ahí y desde el Cielo, conocedores de las limitaciones de nuestro presente, adelantan nuestra mejor versión. Y quieren acompañarnos, quieren inspirarnos, quieren indicarnos el camino a seguir, quieren ayudarnos a tomar las decisiones correctas, quieren que vayamos aprendiendo a mirar al mundo y a las personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida con la mirada del Cielo. Quieren ayudarnos a dar ese salto que a tantos de nosotros nos cuesta dar.
Y quieren que seamos sus manos aquí en la tierra y así cuidar de sus otros hijos a través de nosotros. No porque nos necesiten… sino porque nos aman y desean que ya en este mundo hagamos equipo con ellos y seamos uno con ellos.
Un regalo tan grande como inmerecido.
Un honor.
Una responsabilidad.
Os comparto, para terminar, una poesía preciosa de José María Rodríguez Olaizola, S.J. titulada «Espíritu de Dios en el hombre», publicada en rezandovoy.org:
Dicen que si escucho muy dentro
ahí habitas.
Más dentro que el miedo o el coraje.
Más profundo que la risa o la lágrima.
Más mío que la certeza o la duda.
Más amor que el más tierno abrazo.
Dicen que tu voz arrulla los vacíos
y tu silencio acalla los ruidos.
Dicen que sacias el hambre
de quien no sabe,
de quien no tiene,
de quien no puede,
de quien no llega…
Y vuelcas, en mí, palabras de evangelio
y justicia, de perdón y paz,
de llamada y envío, de encuentro…
nombres que en toda lengua se entienden.
Agua fresca en la garganta reseca,
rescoldo de una Vida
que se niega a rendirse,
serenidad en la hora crítica,
tormenta en la historia insípida,
puente que salta abismos imposibles…
…haciendo de mi casa pequeña
la mansión de un Dios.
La imagen es de MrsBrown en pixabay
Deja una respuesta