La mayor parte de nosotros estamos lejos de la santidad a la que estamos llamados. Estamos tan lejos, que incluso nos parece una meta inalcanzable y, por qué no decirlo, más propia de personas que han optado por escoger la vida religiosa que de los seglares, que vivimos vidas más de andar por casa y sentimos que llevamos en el corazón muchas más miserias de las que nos gustaría. A unos nos puede la envidia, a otros nos puede la pereza, a otros nos puede el egoísmo, a otros nos puede la soberbia a otros nos puede la cobardía y a otros nos puede la incoherencia o la hipocresía.

Es importante que seamos honestos con nosotros mismos y que reconozcamos cuáles son las miserias que nos ensucian el corazón y nos impiden mirar con la mirada de Dios. Y que tengamos claro cuáles son nuestros puntos fuertes y cuáles son nuestras debilidades. Sin paños calientes. Sin echar balones fuera.

Sólo siendo buenos conocedores de nuestras áreas de mejora podremos mejorar.

También es bueno que conozcamos a quienes nos rodean. Especialmente a aquellos que tenemos más cerca y con los que convivimos más. Y que nos esforcemos en identificar sus puntos fuertes y los que no lo son tanto. Y que los queramos como son. Como realmente son. Con sus fortalezas y también con sus debilidades.

Sólo siendo buenos conocedores de sus debilidades evitaremos esperar de ellos lo que no nos pueden dar -al menos por el momento- y nos ahorraremos decepciones que bien podíamos haber anticipado. Poner en valor sus fortalezas nos ayudará a valorarlos como el tesoro que son.

Lo que, por supuesto, no quita para que anticipemos lo que pueden llegar a ser y que les ayudemos a mejorar en la medida de lo posible, de la misma manera que ellos nos pueden ayudar a nosotros en este camino del amor, en el que también tenemos nuestras dificultades.

Jesús entendía el corazón de las personas. No se dejaba engañar y tampoco se hacía ilusiones cuando no debía. Como ocurrió cuando tantas gentes lo buscaban tras la multiplicación de los panes y los peces y supo entender que no lo seguían buscando el alimento del alma sino el del cuerpo.

Conocía el Maestro muy bien, en particular, el corazón de aquellos doce a los que escogió como apóstoles y que estaban tan cargados de defectos como la mayoría de nosotros. Y conociendo sus limitaciones y sus defectos los escogió. Y conociendo sus limitaciones y sus defectos los quiso. Y once de aquellos doce apóstoles terminaron dando la talla dedicando su vida llevar el cristianismo al mundo entero.

Conocernos bien a nosotros mismos y conocer bien a quienes van pasando a nuestro lado en el camino de la vida nos ayuda enormemente a manejar nuestras expectativas. Unas expectativas que ven la realidad tal y como es, pero que sueñan un futuro ya avanzado en el camino del amor.

Después de que Jesús hubo saciado a cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el mar. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había habido más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían marchado solos. Entretanto, unas barcas de Tiberíades llegaron cerca del sitio donde habían comido el pan después que el Señor había dado gracias. Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?». Jesús les contestó: «En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios». Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?». Respondió Jesús: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado».

Juan 6, 22 – 29

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