Jesús, que siempre andaba de un sitio a otro para predicar su doctrina, cuando tenía ocasión aprovechaba para parar en Betania -aldea muy cercana a Jerusalén- y alojarse en casa de Lázaro, Marta y María.

Aquellos tres hermanos regalaban a Jesús el alojamiento en su casa y la acogida en su familia.

Jesús regalaba a los tres hermanos su palabra y su evangelio. Una palabra y un evangelio que ellos hicieron suyos y supieron hacer vida, cada uno con su estilo personal: de Marta sabemos que era de activa, práctica y servicial; de María sabemos que tenía una sensibilidad más espiritual.

Betania no era para Jesús una casa en la que alojarse sino un hogar en el que descansar, reponerse, y cargar las pilas del cuerpo y el alma en compañía de unos amigos muy queridos a los que sentía muy cerquita. A Lázaro, Marta y María les unían los lazos de la sangre. A Lázaro, Marta, María y Jesús les unían los lazos más fuertes que pueden unir a las personas, que son los lazos del Espíritu, los lazos del amor.

Por eso, cuando Lázaro enfermó, mandaron las hermanas a dar aviso a Jesús. Y por eso Jesús -ya al final de su vida pública- a pesar de que se sabía en el punto de mira de los fariseos, no dudó en ir a Betania para resucitar a Lázaro.

La familia de Betania era una familia conocida y aquellos días su casa estaba llena de gentes que habían ido a acompañar a las hermanas en aquel momento tan difícil. El milagro fue visto por muchas personas y fueron numerosos los que se convirtieron a la doctrina de Jesús a partir de él.

Y aquel milagro fue la gota que colmó el vaso de la paciencia -o, más bien, de la impaciencia- de los fariseos y lo que les decidió, ya sin vuelta atrás, a acabar con su vida.

Jesús lo sabía. Pero no dudó en devolver la vida a Lázaro para llevar de nuevo la felicidad a aquellos tres hermanos a los que tanto quería.

Ojalá nosotros sepamos, como aquella familia de Betania, acoger el mensaje de Jesús y hacerlo vida.

Ojalá nosotros sepamos, como aquellos tres hermanos, hacer de nuestras casas y de nuestras familias un hogar en el que se sientan acogidas las personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida.

Ojalá nosotros sepamos, como ellos, construir amistades para siempre, enraizadas en la generosidad, en los valores compartidos y en el Espíritu común.

Ojalá nosotros sepamos, como Jesús, ser valientes y anteponer las necesidades de los que nos rodean a nuestras propias necesidades. Muy especialmente las de quienes sean más vulnerables o más lo necesiten.

Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: «El Maestro está ahí y te llama». Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba él: porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?». Jesús, conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. 

Juan 11, 17 – 45

La imagen es de huffums en Flickr

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