Ya estamos avanzados en la Cuaresma: un tiempo litúrgico del año en el que se nos invita a prepararnos para la fiesta de la Pascua. Y se nos invita a hacerlo mediante una reflexión interna que nos lleve a limpiarnos por dentro.
Es cierto que en cualquier momento del año y en cualquier momento de nuestra vida podemos parar y hacer balance con el fin de hacer una valoración personal que nos lleve a concluir qué es lo que estamos haciendo bien, qué es lo que deberíamos hacer mejor, qué es lo que debemos mantener en nuestra vida y qué deberíamos sacar de nuestra realidad. Pero no es menos cierto que nuestro día a día es tantas veces tan rápido y tan envolvente, que cuesta encontrar ese momento en el que parar. Cuesta encontrar ese espacio en el que enfrentarnos a nosotros mismos y estar tranquilos con Dios. Así que, a muchos de nosotros nos van bien estos llamamientos para que no se nos pasen las semanas e incluso los meses, sin tomarnos un tiempo para reflexionar.
No será éste el mismo ejercicio que hicimos la Cuaresma pasada ni será tampoco el mismo que haremos, si Dios quiere, la Cuaresma del año que viene. Porque las personas estamos en constante cambio, en constante evolución. Y nuestras circunstancias también son cambiantes. Y no somos hoy la misma persona que fuimos hace un año ni somos la misma persona que seremos dentro de un año. Desde fuera nos verán iguales, cómo no. Pero nuestro sentir, nuestro estado de ánimo o nuestras preocupaciones serán seguro diferentes.
Es importante parar porque es demasiado fácil dejarnos llevar y terminar mimetizándonos con los criterios y los valores que nos rodean. Y, de la misma manera que de vez en cuando hacemos limpieza en nuestras casas, en nuestros despachos o en nuestros trasteros, se hace preciso hacer limpieza de las miserias que llevamos en el corazón, cada uno las que tenga: envidias, rencores, soberbias, perezas, cobardías, egoísmos, y todo aquello que nos impide mirar hacia las personas y hacia el mundo con la mirada de Dios.
Esa limpieza nos hará mucho más libres. Porque las miserias del corazón son ataduras que nos hacen pequeños y que impiden que lleguemos a convertirnos en nuestra mejor versión: la más rica, la más generosa, la más valiente, la más audaz, la más cercana al Cielo, la que hará más felices a quienes están a nuestro lado y con la que también nosotros mismos nos sentiremos mejor.
Es tiempo de pasar más tiempo con Dios. Tiempo de escucharle. Tiempo de dejarle entrar, de verdad, en nuestra vida. Tiempo de preguntarle qué es lo que quiere de nosotros y tiempo de ponernos en camino hacia donde quiera llevarnos.
La imagen es de MariCastro en pixabay
Deja una respuesta