En el mundo en el que vivimos, habitualmente los resultados de lo que conseguimos son proporcionales a nuestra dedicación o a nuestro esfuerzo. Con nuestra lógica, mientras más estudiemos un examen más probabilidades tendremos de sacar buena nota, de la misma manera que mientras más trabajemos más probabilidades tendremos de ir progresando en nuestra carrera profesional o de la misma manera que cuantas más veces cocinemos un plato, más lo iremos perfeccionando y más rico nos irá saliendo.

En la lógica del Cielo las cosas son diferentes. Porque el amor juega con otras reglas. Porque Dios todo lo desborda.

Y así, mientras nosotros queremos a Dios tantas veces de una manera interesada o de una manera incoherente, Él nos tiene un amor incondicional, mucho más grande de lo que ninguno podamos ni imaginar. Es un amor que nos quiere a pesar de los muchos errores que cometemos y a pesar de las miserias que todos nosotros llevamos en el corazón. Afortunadamente, el amor de Dios no es una correspondencia del nuestro ni es tampoco consecuencia de nuestros méritos. Es un amor inmenso porque Él es el Amor y es infinito.

Es tantísimo lo que nos quieren desde ahí Arriba que, cuando nos hacen algo aquí en la tierra, es como si se lo hicieran a Jesús mismo. De tal manera que, por la forma en la que se comporten con nosotros quienes van pasando a nuestro lado en el camino de la vida, serán premiados o castigados en el día de su Juicio Final:

«En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis»

Evangelio Mateo 25, 40

La generosidad del Cielo es tan grande, que todos aquellos que hacen del amor su estilo de vida, tienen una recompensa absolutamente desproporcionada:

Jesús nos invitó a todos nosotros a vivir desde un profundo amor a los hombres, nuestros hermanos. Sin fuegos artificiales. Desde lo pequeño. Desde las pequeñas grandes cosas de cada día. Quien así viva, debe hacerlo desinteresadamente. Sin buscar nada a cambio. Su compensación habrá de ser ver al otro atendido.

Pero lo cierto es que su estilo de vida tendrá una enorme recompensa, aunque sea no buscada: tendrá, en la otra vida, nada más y nada menos que el Paraíso. Y tendrá ya en ésta, el ciento por uno.

Pedro se puso a decir a Jesús: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros».

EVANGELIO MARCOS 10, 28 – 31

Y, puestos a dar, nos dan al mismísimo Jesús. Y así, cuando nuestros sacerdotes ponen sobre el altar algo tan sencillo como el pan y el vino, ahí se hace presente Jesús, que quiere formar parte activa de nuestra vida a pesar de nuestros muchos defectos y a pesar del mal resultado que tantas veces le damos.

No se puede pedir más. Desde el Cielo siempre, siempre, siempre, dan a manos llenas.

La imagen es de Bru-nO en pixabay

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