Todos nosotros, incluso los más afortunados, pasamos etapas difíciles en las que desamores, desempleos, fracasos, angustias, precariedad, enfermedades, desmotivaciones, o dolores se cuelan en nuestra vida sin permiso. Cuando esto ocurre, nuestro pequeño mundo se desbarata, comprendemos que solo con nuestras fuerzas difícilmente saldremos adelante y nos hacemos conscientes de lo mucho que Dios nos hace falta. Y recurrimos a Él para que nos saque a flote.
En algunas de esas ocasiones, cuando Dios nos hace falta, lo sentimos cerca. Y nos sentimos guiados, consolados, protegidos, tanto si las circunstancias se resuelven como a nosotros nos gustaría como si no es así. Y, más allá del resultado, nos sentimos con paz; en paz con nososotros msimos, en paz con el mundo y en paz con Dios. Y lo que vivimos nos ayuda a aprender, a crecer e incluso a aumentar la Fe. Y nos sentimos agradecidos.
En otras ocasiones, cuando Dios nos hace falta no lo sentimos a nuestro lado. Y tenemos la desesperante sensación de estar al borde de un precipicio. Y nos entra el miedo. Y nos sentimos pequeños, vulnerables. Y no entendemos cómo es posible que Dios nos deje solos precisamente cuando más lo necesitamos.
Pero Dios no nos deja solos. Nunca. Aunque pueda parecerlo a nuestros ojos. Él es señor del tiempo y tiene una mirada infinita y global, capaz de ver nuestro ayer, nuestro hoy y nuestro mañana. Y sabe a ciencia cierta lo que es más conveniente, lo veamos nosotros o no; lo entendamos nosotros o no.
Jesús, su hijo predilecto, que no había hecho sino cumplir en todo la voluntad del Padre, también se sintió angustiadísimo y solo en el momento más difícil de su vida. Y tanto fue así que incluso sudó sangre en Getsemaní cuando sabía que ya se acercaba el terrible final con el que terminaría sus días aquí en la tierra. No lo libró el Padre de la pasión, pero, desde luego, no lo dejó solo: en aquel momento le mandó consuelo con un ángel y después le acortó las horas de agonía.
Pero convenía que muriera para salvar a toda la humanidad y por ello permitió que fuese clavado en una cruz. El final, sería feliz, para Él y para todos nosotros.
Y se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo, que lo confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en tentación».
Lucas 22, 41 – 46
Todo tiene su porqué y todo tiene su para qué. En todas esas ocasiones en las que sentimos que no se está haciendo justicia o sentimos que no entendemos nada de nada, podemos optar por tirar la toalla, podemos optar por enfadarnos con Dios o podemos optar por guardar en nuestro corazón todo eso que no entendemos y regalarle a Dios nuestra Fe.
La imagen es de klimkin en pixabay
Regalar fé es genial!!