Son muchas las veces que los cristianos -y quienes aspiramos a serlo- no entendemos el porqué y el para qué de las situaciones que nos rodean. Ante ese no entender, en algunas ocasiones nos venimos abajo. En otras, nos revelamos. En otras, incluso nos enfadamos con Dios. En otras optamos por conservarlas en el corazón y regalarle a Dios nuestra Fe.
Como supo hacer María cuando Jesús, con doce años, se les perdió.
Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Evangelio Lucas 2, 42 – 51
En este pasaje del Evangelio vemos cómo Jesús da un disgusto a María y a José quedándose en Jerusalén sin avisar, en lugar de unirse a los suyos en la caravana de vuelta a casa. Cuando sus padres se dan cuenta y se vuelven para recogerlo y lo encuentran, el Niño no les pide perdón, porque no siente que haya hecho nada malo: les explica que está cumpliendo el plan de Dios.
Una respuesta muy difícil de encajar para unos padres que llevaban días buscando desesperadamente a su hijo. ¿Cómo asimilar que tuviera un trato tan cercano con el Padre y que con tanta naturalidad su hijo diese por hecho que su obligación principal era cumplir el plan que Dios tenía para él?
Aunque seguro que aquello no les pilló del todo por sorpresa, María y José no entendieron. Como posiblemente no habríamos entendido nada tampoco cualquiera de nosotros si hubiésemos estado en su lugar.
María optó por la opción más sabia, dadas las circunstancias: guardar en su corazón aquella situación.
Con su elección pone en valor su Fe: no comprende, pero acepta que no tiene por qué entenderlo todo.
Nosotros podemos seguir su ejemplo. Cuando tampoco entendemos. Cuando nos parece que las cosas no tienen sentido. Cuando nos duele el mundo. Cuando nos sentimos impotentes ante la situación que nos rodea. Cuando no somos capaces de entender ni el porqué ni el para qué de las injusticias, los sinsabores o el dolor.
Es en esos momentos cuando tomamos conciencia de nuestras limitaciones. De nuestras muchas limitaciones. Nos sentimos vulnerables, volvemos a ser niños y nos acurrucamos en los brazos de ese Dios que, sobre todo, es Padre esperando a que todo pase.
¿Por qué no guardar, como María, las cosas en el corazón y confiar en Dios? Podemos estar seguros de que todo tendrá sentido, aunque aún no alcancemos a verlo. Dios siempre sabe más.
La opción escogida por María también es sabia, creo yo, porque deja la puerta abierta a comprender más adelante.
En aquel momento no entendió que el niño se le escapara. Y mucho menos entendió la explicación que le dio para justificar su comportamiento. Pero al guardar aquello en su corazón dejó la puerta abierta a que más adelante el misterio le fuera desvelado.
Y eso mismo podemos hacer nosotros: los porqués de las cosas que hoy no entendemos es posible que sí que los veamos claros más adelante: cuando nuestras vivencias sean otras, cuando nuestro corazón esté preparado o, simplemente, cuando Dios quiera regalarnos esa luz, que por el momento no tenemos.
La Fe es un pilar en el que apoyar la vida. Un pilar que da estabilidad siempre y, muy especialmente, cuando las cosas se ponen feas. Es también un seguro de felicidad, que nos facilita enormemente vivir tranquilos a pesar de ser conscientes de nuestras muchas limitaciones y nuestra vulnerabilidad. Es la Fe, además, uno de los pocos regalos que podemos hacer a Dios.
La imagen es de wal_172619 en pixabay
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