En español utilizamos el término amor para referirnos a ese sentimiento que nos hace desear bien al otro. Y lo usamos también para referirnos a la atracción emocional o la atracción sexual.

Cuando hablamos de la doctrina que nos trajo Jesús habitualmente usamos ese mismo término, pues es el que tiene nuestro idioma. Pero lo cierto es que se nos queda corto. Más bien cortísimo. Porque eso que nos invita a vivir Jesús está en una liga muy superior a lo que en nuestra sociedad entendemos por amor:

Dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».

Evangelio Mateo 5, 38 – 48

Jesús nos invita a salir de nuestro núcleo más cercano. Y a amar más allá de nuestras familias o de nuestro grupo de amigos. Son muchas las personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida en los distintos entornos en los que nos vamos moviendo -vecindarios, colegios, universidades o trabajos- y cuando las miramos desde el amor no son pocas las ocasiones en las que encontramos inquietudes, preocupaciones o necesidades que no deberían dejarnos indiferentes.

Nos invita a acercarnos a los demás sin buscar nada a cambio. No debemos ser generosos con aquellos de los que queremos obtener algo o de los que sabemos que nos pueden corresponder: debemos ser generosos con todos. Y muy especialmente con aquellos de los que sabemos que no podemos esperar nada. El amor no debe buscar remuneración. Su recompensa ha de ser, más bien, ver al otro atendido.

El amor que nos invita a vivir Jesús es un amor tremendamente generoso en el que, lleguemos incluso a velar por nuestros enemigos, a rezar por los que nos persiguen y a devolver bien por mal.

La nuestra es una religión de máximos: no nos permite instalarnos en la mediocridad, no nos deja conformarnos con no hacer mal a nadie, nos invita a darlo todo. Tanto, tanto, tanto, que lleguemos a mirar antes por los intereses del otro que por nuestros propios intereses.

Y todos, sin excepción, tenemos recorrido hasta llegar a vivir desde esa generosidad total.

Como la que tuvo Jesús quien, incluso clavado en la cruz, amó tanto a quienes le habían hecho aquello que pidió a Dios su perdón para ellos. Y dio su vida por todos nosotros. También por aquellos.

Tengamos a Jesús, de verdad, como modelo. Sin permitirnos ni por un segundo instalarnos en esa cómoda mediocridad que campa a sus anchas en nuestra sociedad y que mira para otro lado dejando abandonados su suerte a aquellos que han tenido menos oportunidades, han tomado decisiones equivocadas o han ido quedando, por una u otra razón, al margen de la sociedad. No es admisible.

La imagen es de congerdesign  en pixabay

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