Ciudadanos del mundo

El cristianismo es una religión universal. No entiende de pueblos, de continentes, de nacionalidades, de costumbres, de razas o de clases sociales. Nos da alas y nos transforma en ciudadanos del mundo porque es de amor de lo único que entiende:

«En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” 

(Evangelio Juan 13, 35)

Según palabras del propio Jesús, a aquellas personas que viven su vida de manera egoísta -incluso si frecuentasen misas, adoraciones, procesiones o rosarios- no las considera discípulas suyas.

De la misma manera que a todos aquellos que pasan por la vida haciendo el bien, Jesús los considera «de los suyos». Sean practicantes o no lo sean. Sean creyentes o no lo sean. Porque sí, la buena noticia es que se puede ser cristiano sin uno saberlo. Y, como no podía ser de otra manera, es por el amor que hayamos ido regalando a lo largo de nuestra vida por lo único que al final de nuestros días seremos juzgados. Sin más. Y sin menos.

En la medida en la que quienes aspiramos a ser cristianos vamos avanzando en ese camino del amor vamos alzando el vuelo y vamos ganando en libertad. Porque nos va guiando, cada vez más, el Espíritu. Ese Espíritu nos inspira y nos facilita un criterio, una seguridad y una luz que están muy por encima de las normas, que de repente se nos antojan cortas. Cortísimas.

Esa sensación de libertad nos va liberando -y de qué manera- de muchas de las ataduras que solemos tener en el mundo. De tal manera que nos hace incluso reírnos de ese «qué dirán» que condiciona la vida de tantas personas que viven esforzándose por proyectar una imagen de sí mismas que en muchas ocasiones no se ajusta a la realidad de lo que son y que posiblemente a muchos de nosotros también nos condicionó tiempo atrás.

Esa sensación de libertad nos ayuda también a ir por la vida con una mochila cada vez más ligera de equipaje, en la que poco a poco va quedando tan solo lo esencial; lo que de verdad importa.

El ir avanzando en el camino del amor nos hace ir sintiéndonos, cada vez más, ciudadanos del mundo y hermanos de las personas con las que compartimos ese espíritu. Sin importarnos ni mucho ni poco su país de nacimiento, el color de su piel, su situación o su clase social.

Y nos remueve las entrañas el ver los padecimientos que sufren tantos hermanos nuestros que, ya invisibles a los ojos del mundo, se ven abocados a huir de sus hogares y de sus países en busca de un futuro mejor.

Situación que, dicho sea de paso, mucho antes que ellos vivieron María, José y Jesús cuando se vieron obligados a huir a Egipto para que Herodes no matara al Niño. Ellos, aconsejados desde el Cielo, también fueron emigrantes en una tierra extranjera con distintas costumbres y distinta lengua, y allí salieron adelante hasta que la muerte de Herodes les permitió la vuelta a casa.

¿Quién no hubiera hecho lo mismo en su lugar? ¿Quién no lo haría hoy si su tierra no fuera un lugar seguro para vivir? ¿Cómo podemos mirar para otro lado? ¿Cómo podemos no ayudarlos? ¿Cómo podemos no acogerlos?

Irnos sintiendo cada vez más ciudadanos del mundo también nos hace alejarnos de los nacionalismos y de esas rivalidades entre vecinos que tan comunes son entre los pueblos y entre las personas. Porque son rivalidades que no tienen sentido, nos envenenan el corazón y nos ensucian la mirada.

¿Por qué no somos capaces de poner el foco en lo mucho que nos une en lugar de en aquello que nos separa? ¿por qué no somos capaces de volar más alto y de anteponer el bien común a nuestras miserias y a nuestros intereses particulares?

Tratando de volver al principio de esta reflexión, la cierro con esta frase de San Agustín, de andar por casa, que tan bien sintetiza el mensaje de Jesús:

Ama y haz lo que quieras

La imagen es de MichaelGaida en pixabay

3 comentarios

  1. «Ama y haz lo que quieras». Esta frase me encadilo hace muchos años, comprendí que cuando amas no le haces daño a nadie.

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