
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Evangelio Juan 19, 25 – 27
Después de pasar tres años yendo de pueblo en pueblo predicando su doctrina, dando vista a los ciegos, curando endemoniados, sanando leprosos, perdonando pecados y tendiendo su mano a aquellos a los que la sociedad rechazaba; después de que los fariseos tomaran la decisión de matarlo y después de que Judas lo vendiera, hoy Jesús está en el peor momento de su vida. Todos lo dejan solo. Incluso sus más íntimos. Al pie de la cruz tan solo tres mujeres y San Juan, su discípulo amado.
Una de las tres mujeres, como no podía ser de otra manera, era María, su madre.
María jugó, y aún juega, un papel esencial en la vida del cristianismo. Dios quiso que Jesús naciese hombre para salvarnos. Y pudiendo valerse para ello de María sin más, decidió preguntárselo; le pidió permiso a través del ángel Gabriel; no quiso poner en marcha su plan sin su consentimiento. Impresionante delicadeza de Dios que, siendo todopoderoso, respeta siempre nuestra libertad para elegir si queremos ser de los suyos o si, por el contrario, no queremos estar en sus filas.
María dijo que sí. Sin pensárselo dos veces. Con una generosidad extraordinaria, dio su sí al ángel Gabriel sin pensar siquiera en la posición personal tan sumamente delicada -incluso peligrosa- en la que se quedaba, con un embarazo imposible de justificar. Confió en el plan de Dios.
Demostraba lo bien escogida estuvo como madre de Jesús aquí en la tierra, pues rebosaba caridad y rebosaba fe: los dos pilares en los que después se asentaría la doctrina que nos predicaría Jesús.
30 años vivieron juntos María y Jesús. 30 años de convivencia y de intimidades en los que a madre e hijo, más allá de la sangre y las vivencias compartidas, les unía estrechamente un mismo espíritu.
Jesús la ve allí, al pie de la Cruz. Y, sabedor de la situación de vulnerabilidad en la que quedaban las viudas en aquel entonces, se la confía a San Juan. Para que él cuidase, como hijo de ella. Para que la atendiese. Para que nunca le faltase de nada. Ese Jesús que, a punto de dejar ya este mundo, aún seguía con el corazón puesto en las necesidades de los demás.
Esta convivencia entre San Juan y María tendría otro beneficio: María, profundísima conocedora del mensaje de su hijo, se mantendría así cerca de los apóstoles. Los acompañaría, los ayudaría y los fortalecería.
«Ahí tienes a tu madre» dijo Jesús a San Juan, su discípulo amado. Y nos dice hoy también a nosotros. Todo un privilegio para nosotros el poder sentir que tenemos a María como madre. Una madre que nos quiere más de lo que podemos ni soñar; una madre que sigue nuestros pasos, que se preocupa por nosotros y que intercede por nuestras necesidades, de la misma manera que intercedió en vida por aquellos novios que se quedaban sin vino en las bodas de Caná.
No perdamos la oportunidad de dejarle que forme parte de nuestra vida, de sentirla cerca, de estar con ella, de disfrutar con ella, de dejarnos aconsejar por ella, de dejarnos guiar por ella, de dejarnos consolar por ella. Se mantendrá firme a nuestro lado como firme se mantuvo en vida, hasta el final, junto a Jesús.
Recibámosla, como supo hacer San Juan, como algo propio.
La imagen es de Dimitri Conejo Sanz en cathopic
Muy oportuno el “evangelio de andar por casa” de hoy, en estos días en los que María recorre nuestras calles bajo distintas advocaciones, tan expresivas como Amargura, Soledad, Esperanza o Amor,
Valioso mensaje espiritual, muy oportuno… Gracias. Demos gracias a Jesús el habernos dado a Maria por Madre, pidiéndole al Señor nos ayude a comportarnos como verdaderos hijos.