
Ya en tiempos de Isaías se nos proponía a los hombres una doctrina cercana a la que muchos, muchos años más tarde predicaría San Juan Bautista y predicaría también Jesús: la doctrina del amor.
Isaías 58, 1 – 9
Grita a pleno pulmón, no te contengas; alza la voz como una trompeta, denuncia a mi pueblo sus delitos, a la casa de Jacob sus pecados.
Consultan mi oráculo a diario, desean conocer mi voluntad. Como si fuera un pueblo que practica la justicia y no descuida el mandato de su Dios, me piden sentencias justas, quieren acercarse a Dios.
«¿Para qué ayunar, si no haces caso; mortificarnos, si no te enteras?». En realidad, el día de ayuno hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores; ayunáis para querellas y litigios, y herís con furibundos puñetazos. No ayunéis de este modo, si queréis que se oiga vuestra voz en el cielo.
¿Es ese el ayuno que deseo en el día de la penitencia: inclinar la cabeza como un junco, acostarse sobre saco y ceniza? ¿A eso llamáis ayuno, día agradable al Señor?
Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos.
Entonces surgirá tu luz como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia, detrás de ti la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor y te responderá; pedirás ayuda y te dirá: «Aquí estoy».
Jesús resumió toda su doctrina en el amor a Dios y el amor a los hombres. Y si juntó dos preceptos, aparentemente tan distintos, en un único mandamiento es porque ambos están íntimamente relacionados.
Porque, aunque lo primero es amar a Dios, lo cierto es que la forma en la que ese amor mejor se ejercita, la forma en la que mejor se concreta, la forma en la que más fácilmente se hace efectivo, no es a través de cultos, sino amando a Sus hijos: cuidando de las personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida y sabiendo anteponer sus intereses a los nuestros.
Ese es el ayuno que más le gusta a Dios.
¿Qué padre de aquí de la tierra no entiende eso? ¿qué padre de aquí de la tierra no siente como hechas a él mismo las afrentas o las atenciones hacia sus hijos? Pues si así sentimos nosotros, con nuestras limitadas capacidades y nuestro amor, tan sumamente imperfecto, ¡cuánto más no lo sentirá Dios!
Estos días estamos en Cuaresma, un período del año en el que se nos invita muy especialmente a la reflexión y a la oración:
Es un momento mejor que bueno para pasar tiempo con Dios y disfrutar de su compañía, para preguntarle una vez más qué es lo que quiere de nosotros, para pedirle que nos de luz y nos oriente, para escucharle, para pedirle que nos ayude a ser mejores y a que sepamos dar los pasos que hagan falta para cambiar y para volver, de verdad, nuestra vida hacia los demás.
Es el momento de sacar de nuestras vidas la soberbia, el egoísmo, la envidia, la crítica hiriente, la indiferencia, la vanidad, la hipocresía, el pensamiento retorcido, el ansia de riqueza, el deseo de poder o el desprecio por aquellos a quienes consideramos inferiores. De todas nuestras miserias tendríamos que ser capaces de ayunar, no ya en Cuaresma, sino siempre. Porque ensucian nuestro corazón y nos impiden mirar a quienes nos rodean con una mirada desinteresada y limpia.
La imagen es de congerdesign en pixabay
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