Las personas que nos rodean a veces requieren de ayuda o de cosas materiales y echarles una mano nos resulta fácil. Otras muchas veces lo que tienen son problemas, preocupaciones, agobios o soledades que nosotros no podemos – aunque quisiéramos – remediar. En estas ocasiones lo único que podemos hacer es demostrarles que estamos ahí, a su lado.
Hay un pasaje del Evangelio, precioso, que recoge una situación así:
Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando. Jesús dijo: «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis». (Evangelio Juan 12, 1 – 8).
Jesús había resucitado a Lázaro recientemente y los fariseos ya habían tomado la decisión de matarlo, porque eran muchos los seguidores que estaba comenzando a tener. Sabe el Maestro de la pasión y muerte que le esperan – puesto que se lo había adelantado su Padre – y sabe también que todo está a punto de comenzar.
Está a la mesa en casa de Simón el leproso, entre amigos. Pese a lo grato del momento Jesús tenía que estar necesariamente asustado, angustiado y con pesar, puesto que era tan hombre como cualquiera de nosotros y lo que se le venía encima era grande. Grande no; grandísimo.
María, hermana de Lázaro, sensible y con finura de espíritu, se da cuenta. Empatiza con Jesús. Entiende el momento por el que está atravesando su Maestro y decide tener una muestra visible de cariño hacia él; un detalle; un consuelo. Ella poco podía hacer para evitar el tormento que le aguardaba, pero sí que podía demostrarle allí mismo su cariño, podía demostrarle que estaba a su lado, podía demostrarle su lealtad. A ese Jesús que no había hecho otra cosa que dar a los demás a lo largo de su vida y que hoy, por una vez, era el que necesitaba consuelo.
Poco le importaba a ella si los demás iban o no a entender su gesto. Lo entendería Jesús y con eso bastaba. Así fue.
A esa sensibilidad de María es a la que deberíamos aspirar también nosotros. Esa finura espiritual, esa capacidad de ponerse en la piel del otro, esa capacidad para intuir lo que el otro tiene en el corazón, la da el amor. Y cuando más se ama, más se tiene.
Son muchas las veces que quienes nos rodean no requieren de cosas materiales o de ayuda física sino que lo que necesitan es consejo, consuelo, compañía, atención, sentir nuestra lealtad o sentir que estamos a su lado cuando las cosas se ponen feas. Y en esos casos basta con estar ahí. Sin más. Y sin menos.
La forma en la que muchos de nosotros vivimos habitualmente no facilita el que nos pongamos en la piel del otro:
Algunos porque somos bastante egoístas y fundamentalmente nos preocupamos de nosotros mismos, de nuestro bienestar y de nuestros intereses. Nos falta disposición para poner el bienestar del otro por delante del nuestro.
Otros porque parece que vivimos como con prisa, con tiempos ajustados para poder terminar el sinfín de obligaciones de cada día. Poder ponerse en la piel de otro, en mi opinión, requiere de tiempo.
Y otros porque vivimos con mucha dispersión, poco centrados, diversificando permanentemente nuestra atención. De tal manera que cuando estamos con otras personas estamos también, por ejemplo, atentos al whatsapp o a las innumerables alertas de nuestro móvil. Poder ponerse en la piel del otro, en mi opinión, requiere de atención plena.
Es más que recomendable que tratemos que sacar de nuestras vidas – o al menos que tratemos de dosificar – todo aquello que en realidad no es necesario y todos aquellos hábitos que nos impiden tener tiempo y disposición para lo único que de verdad importa; e ir avanzando, firmes, hacia ese tratar de ir sintiendo, cada vez más, lo que siente el otro. Como en este caso hizo María. Como siempre hizo Jesús.
La foto es de Seaq68 en pixabay
Preciosa reflexión para comenzar este Jueves Santo.
Empatizar y saber ponerse en el lugar del otro, «en los zapatos del otro» es una tarea tan importante y necesaria como olvidada en nuestros tiempos de prisas donde todo es inmediato y todo se critica. Y, si bien es cierto, que hay personas que reciben esa empatía como un don desde que nacen, también lo es que es una actitud que se puede trabajar y se puede aprender en cualquier momento de la vida, con amor, como dices, y con paciencia y generosidad.
Gracias Marta por recordárnoslo!
MPZ