Evangelio Lucas 18, 9 – 14 «Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
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El mundo en el que vivimos es terriblemente competitivo. Desde bien pequeñitos nos medimos con nuestros hermanos, con nuestros amigos o con nuestros compañeros de colegio y comparamos cosas tan tontas como quién es más alto, quién corre más o quién saca mejores notas. La cosa habitualmente va a más por lo que, cuando llegamos a la edad adulta, la competitividad forma parte de nuestra forma de ser y la llevamos a todos los terrenos.
Que queramos superarnos a nosotros mismos y ser cada vez mejores, en mi opinión, es algo bueno. Buenísimo. El problema llega cuando por destacar o ser brillantes en algún aspecto, nos sentimos más que aquellos que no brillan tanto como nosotros e incluso los despreciamos
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