Los judíos contemporáneos de Jesús llevaban mucho tiempo esperando al Mesías que habría de venir al mundo. Tal y como habían anunciado los profetas, Jesús nació entre ellos. Pero ellos no supieron reconocerlo. A día de hoy cuesta creer que no lo reconocieran, con lo coherente que era su doctrina, con la autoridad con la que la explicaba y con el respaldo que se veía que tenía del Cielo. El problema fue, creo yo, que ellos imaginaban un Mesías con mucho poderío a los ojos del mundo… lo que nada tuvo que ver con la sencillez con la que Jesús nació y vivió.
“Así que dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada”.
Lucas 2, 7
No sabemos bien si no hubo lugar para María y José en la posada porque no tenían dinero suficiente, no hubo sitio para ellos porque ya estaba ocupada en su totalidad o si a María y a José la posada no les pareció un sitio con la intimidad necesaria para dar a luz a su bebé. Lo mismo nos da. Lo que sabemos a ciencia cierta es que Jesús vino a este mundo de una manera humilde: en un establo y entre el ganado.
Dios Padre no escogió para el nacimiento de su Hijo una cuidad poderosa, sino que prefirió que naciera en Belén: un lugar tan modesto que nadie hubiera sabido situarlo en un mapa.
Tampoco escogió Dios Padre para su hijo una familia relevante y con un apellido ilustre: escogió para él unos padres de condición social humilde… aunque, eso sí, con una Fe, una caridad y unas cualidades personales a la altura de la misión que desde el Cielo les iban a encomendar.
Una vez nacido, el Niño fue emigrante en Egipto hasta la muerte de Herodes. Cuando volvió a Nazaret vivió hasta los treinta años una vida de familia, rural, sencilla. Y cuando a los treinta años comenzó su vida pública dejó de tener un sitio fijo al que volver cada noche a descansar.
Y, a pesar de vivir toda su vida con mucha sencillez en lo material, lo cierto es que Jesús lo tuvo todo. T-O-D-O.
Nosotros hoy, muchos siglos después vivimos complicándonos muchísimo la vida. ¿Cómo es posible que de verdad nos creamos que necesitamos tantas cosas, tantas comodidades y tantas seguridades?
También sabemos, más que de sobra, que es el amor –el amor a los hombres y el amor a Dios– lo único que proporciona la verdadera felicidad. Esa felicidad honda, que más bien es un estado del alma. Y, sin embargo, aquí estamos. ¿Cómo es posible que llevemos una vida tan poco coherente con la Fe que decimos profesar? ¿Cómo es posible que con los hechos y nuestra vida, en realidad mostremos un amor tan raquítico y tan poca confianza en el Cielo?
Hace unos días oí explicar al Padre Christopher Hartley en una homilía, que en la vida espiritual habitualmente se avanza mucho más quitando que poniendo. Y no puedo estar más de acuerdo:
Nos conviene sacar de nuestra vida tantas servidumbres materiales como tenemos.
Nos conviene sacar del corazón las miserias que lo ensucian -envidia, soberbia o egoísmo- y que nos impiden vivir con el estilo de vida que desde el Cielo nos proponen.
Nos conviene sacarnos de encima los miedos que nos impiden salir ahí afuera, a ese entorno en el que no nos sentimos tan seguros, para lo que Dios disponga.
La imagen es de pexels en pixabay
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