Evangelio Lucas 10, 17 – 24 «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños»
Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».
En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».
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De la luz que hace falta para comprender las cosas del Cielo no disponemos todos por igual. La luz la regala Dios a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y habitualmente la regala a aquellos que quieren ser de los suyos, a aquellos que se interesan por los demás, a aquellos que quieren hacer de este mundo un lugar mejor y que tratan de vivir la vida ordinaria con un corazón extraordinario. Quienes así viven tienen en su mano – y en su vida – la clave para entender las cosas del Cielo
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