El estrés es algo muy común entre muchos de nosotros, que vamos por la vida con agendas complicadas y andamos bastante sobrecargados de responsabilidades y tareas; y hacemos malabarismos para conciliar los quehaceres ligados a nuestros trabajos, a nuestras familias, a nuestra vida doméstica, a nuestros estudios… Algunos de ellos no tenemos más remedio que asumirlos; pero lo cierto es que otros muchos nos los buscamos o nos los imponemos nosotros mismos. Si además vivimos en una gran ciudad, el vivir permanentemente con prisa lo tenemos más que asegurado.
Y vivir con permanentemente con prisa, en mi opinión personal, no es buena cosa porque nos impide sacar partido – su verdadero partido – a la vida:
La prisa nos orienta mucho a la tarea, a cumplir con lo que tenemos previsto hacer en nuestra agenda, sin más. Sin saborear los momentos que vamos viviendo; nos impide disfrutar esas pequeñas cosas que pasan en el día, que puede que no sean realmente nada extraordinario, pero que son tremendamente valiosas: una conversación amena con un vecino, poder compartir una comida rica o el poder ir de un sitio a otro disfrutando también del paseo en sí mismo son pequeñas cosas que, de saber apreciarlas, nos hacen la vida agradable, nos dejan una sensación como de bienestar y a mí, en particular, también me despiertan un sentimiento de agradecimiento. ¿Por qué no buscar a Dios en esas pequeñas grandes cosas de la vida cotidiana?
La prisa dificulta – y de qué manera – el que podamos poner amor en las cosas que hacemos; cuando es precisamente en ese «cómo» acometemos todos esos quehaceres en donde está la diferencia del cristiano: «Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (Corintios 13,1-3). Es el amor que ponemos en aquello que hacemos lo que termina convirtiendo en extraordinaria la vida ordinaria.
La prisa nos dificulta mucho el atender bien a los demás: si vamos siempre con el tiempo justo, siendo «prisioneros de nuestra propia agenda» difícilmente cabrá el poder estar atento al otro para intuir sus necesidades, o poder regalarle nuestro tiempo para atenderle o escucharle tratando de ponernos en su piel y tratando de comprender qué es lo que hay detrás de cualquier problema o preocupación que nos quiera contar. Atender bien al otro requiere de un estado personal y de una disposición del corazón que, en mi opinión, la prisa dificulta enormemente.
La vida vivida con prisa nos termina generando sensación de agobio y nos roba la paz. Paz que, si no tenemos, de ninguna manera podremos dar.
Para tratar de conservar – a pesar de todo – la serenidad yo utilizo dos recetas, muy de andar por casa, que os comparto:
En primer lugar me obligo a mí misma a escoger qué cosas hacer: embarcarme en todo lo que me apetece, además de todo lo que me viene impuesto, no es posible mientras los días sigan teniendo tan solo 24 horas. Y como más vale hacer pocas cosas bien que muchas mal, ¿por qué no escoger aquellas que son más importantes y dejar el resto para otra ocasión en la que sí que quepan? Una receta como ésta, aparentemente obvia, lo cierto es que en la práctica no es trivial: porque nos obliga a priorizar y a discriminar entre lo que es importante para nosotros de lo que no lo es tanto. Y el escoger, por otro lado, también implica aprender a renunciar y aprender a decir que no.
Mi segunda receta es tratar de reservar para cada uno de esos quehaceres que todos acometemos a lo largo del día, algo más de tiempo del que necesitan. Para que quepan imprevistos. Para poder hacerlos desde el amor y poniendo en cada uno de ellos los cinco sentidos. Y, por qué no decirlo, también para poder disfrutarlos.
La imagen es de B_Me en pixabay
Gracias , hoy necesitaba estas palabras. La premura por hacer muchas cosas me doy cuenta que no me permite degustar cada minuto, ni poner amor en lo que hago. Para mi casi todo son «deberías».
He llegado a tu blog después de leer una frase atribuida al actor Federico Luppi
«Noooo, no hay que apurarse nunca en la vida; cuando llegues no habrá nadie esperándote».