Cuenta un pasaje del Evangelio cómo en una ocasión Jesús devuelve la vista a un ciego de nacimiento. Lo hace en un momento en el que ya estaba «en el punto de mira» de algunos fariseos, que se sentían incómodos porque comenzaba a tener muchos simpatizantes entre los judíos a los que hasta ahora, tan sólo ellos habían guiado espiritualmente. Tal era la amenaza que veían en él que habían dispuesto que aquel judío que reconociese a Jesús por Mesías sería expulsado de la sinagoga.
En esta ocasión, cuando Jesús devuelve la vista al ciego, los fariseos lo llaman a su presencia para preguntarle cómo había adquirido la vista. Algunos de ellos, revueltos, se resisten a atribuir la curación a Dios por haber hecho Jesús la curación en sábado; otros, por el contrario, reconocen en la curación un milagro del Cielo.
Se genera división entre ellos y deciden llamar por segunda vez al ciego a su presencia, ocurriendo a partir de ese momento lo siguiente:
Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo». Le preguntan de nuevo: «¿Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?». Les contestó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso: ¿para qué queréis oírlo otra vez?, ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?». Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: «Discípulo de ese lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ese no sabemos de dónde viene». Replicó él: «Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene, y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es piadoso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder». Le replicaron: «Has nacido completamente empecatado, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?». Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Él dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante él. (Evangelio Juan 9, 24 – 38).
Es un pasaje, en mi opinión, impresionante, por la cadena de amor y agradecimiento que en él se sucede:
La cadena comienza en Jesús, regalando la vista al ciego de nacimiento.
Continúa con la defensa que el ciego hace de Jesús. Sabe que si se pone de su lado puede ser expulsado de la sinagoga, pero ni se lo piensa: agradecidísimo, no duda en defenderle y dar la cara por él. Y no duda tampoco en dar a los fariseos una lección. Ellos, por supuesto, ofendidos, le expulsan.
El siguiente eslabón lo vuelve a protagonizar Jesús quien, habiendo oído de la expulsión del ciego, También agradecido, vuelve para buscarle. El Maestro nunca abandona a los suyos. Y cuando encuentra a este ciego tan sumamente valiente le hace un regalo aún mayor que el de la vista: le desvela que él es el Hijo del hombre.
Por último, el ciego, nuevamente agradecido, le regala su Fe. Y le adora.
Jesús obra desde el amor hacia el ciego y el ciego, agradecido, obra desde el amor hacia Jesús. Jesús, agradecido, vuelve a obrar desde el amor hacia el ciego. Y el ciego, agradecido, le regala su Fe.
Y es que el sentimiento del agradecimiento, casi sin que nos demos cuenta, despierta en nosotros un fuerte deseo de corresponder al amor recibido.
Hace unos días, en una conversación en la que estábamos varios amigos, una de mis amigas, María José, nos confesó cómo ella sentía – y siente – que cuando uno vive agradecido, incluso desde las pequeñas cosas, es como si se le ensanchara el corazón. Su reflexión se me quedó como revoloteando y, cuando volví a casa, me propuse tratar de experimentar eso que contó. Como ella dijo, desde lo pequeño, desde todas esas cosas que no parecen demasiado importantes a las que con frecuencia no les damos demasiado valor.
Me puse manos a la obra y al día siguiente me encontré poniendo mi atención y dando valor a pequeños acontecimientos que posiblemente, de no estar con «el experimento», me hubieran pasado casi inadvertidos: Me levanté agradecida porque me había acostado la noche antes con mucho estrés y me había levantado, tras dormir 9 horas de un tirón, lista para comerme el mundo; me sentí agradecida por haber tenido un encuentro casual con alguien querido; me sentí agradecida por haber tenido una comida de familia especialmente entrañable; me sentí agradecida por… unas cuantas pequeñas grandes cosas a las que di su justo valor y convirtieron mi día en un día especial. Sentí también como una especie de disposición del corazón a querer devolver o compartir parte de ese bienestar. Y reconocí en ese tirón, en esa disposición, el «ensanche del corazón» al que María José se refirió.
También tengo que reconocer que no he sido suficientemente constante los días que han venido después. Pero estoy en ello.
Nosotros no somos perfectos. Y nuestra vida tampoco lo es. Todos tenemos cosas buenas y todos tenemos también áreas en las que deberíamos mejorar; por dentro, como personas, y también en nuestras vidas.
Lo que es seguro es que vivir dando su justo valor a lo que tenemos el privilegio de tener en nuestras vidas – cada uno las que tenga, grandes y pequeñas – ayuda enormemente a vivir poniendo el foco en lo bueno, da una enorme fortaleza para enfrentar todo aquello que todavía debemos mejorar, nos ayuda a ser más felices y nos ayuda, también, a hacer más felices a quienes están a nuestro lado.
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¡¡¡bravo por Jesús, por el ciego; y bravo por Marta y Mª Jose!!! ¡Gracias!
Qué bonito!
Señor Dios mìo, ayùdanos a vivir agradecidos. Abre nuestros ojos para ver tantos y tantos dones q nos das.
Que te demos gracias hasta por las contrariedades! Pues si Tù las permites… seguro q son para nuestro bien.
Gracias Señor, Dios mìo.