En distintos pasajes del Evangelio podemos leer cómo Jesús se enfrentó con muchos de los fariseos que tuvo la oportunidad de conocer: les reprochaba la falta tan grande de coherencia que tenían; porque tras su fachada de religiosidad se escondían personas que no amaban a los demás.
Este es uno de esos pasajes:
Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar a la viña». Él le contestó: «No quiero». Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor». Pero no fue. «¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aún después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis y le creísteis». (Evangelio Mateo 21, 28 – 32).
Compara a los fariseos al segundo de los hermanos de la parábola, quien aparentemente ama a su padre pero en realidad ni le ama ni le obedece. Ellos, igualmente, tras su aparente religiosidad y su permanente presencia en el templo tampoco demostraban un amor verdadero a Dios, puesto que no cuidaban de aquello que para el Padre es lo más importante: sus hijos.
Por el contrario, muchos de quienes entonces ni respetaban las tradiciones ni frecuentaban el templo, sí se cuidaban de los demás: eran, por lo tanto, «de los de Jesús» aunque no lo parecieran “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Evangelio Juan 13, 35).
De ahí su durísima frase: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios». Se enfrentaba así, valiente, Jesús, una vez más a los poderosos para defender la verdad, a sabiendas de que con ello él se quedaba en una posición aún más difícil de la que ya tenía.
Estas palabras fueron dichas por Jesús hace XXI siglos para quienes le escuchaban entonces. Pero, si también quedaron recogidas por escrito en el Evangelio, fue para que las leyésemos también hoy nosotros. Porque nosotros, como aquellos fariseos, en muchas ocasiones mostramos una enorme falta de coherencia entre el cristianismo que decimos profesar y nuestro comportamiento en la vida.
Las circunstancias que nos rodean condicionan enormemente nuestras posibilidades de atender a los demás, porque son las que ponen los límites del tiempo que tenemos disponible, que siempre resulta escaso: no es lo mismo vivir en un país que en otro, no es lo mismo vivir en el campo que en la ciudad, no es lo mismo tener un trabajo exigente y con muchas responsabilidades que tener un trabajo con poca responsabilidad y con buen horario, no es lo mismo poder con una red de apoyo – padres, amigos, apoyo doméstico – que tener que ocuparnos nosotros de todo, no es lo mismo tener hijos pequeñitos que tenerlos mayores o no tenerlos, …
Lo más importante, en mi opinión, no es tanto lo que hacemos con el tiempo que podamos tener, que siempre es algo muy muy limitado, sino la actitud que tenemos durante todo el día hacia los problemas y hacia las personas que nos rodean en nuestro quehacer diario: en casa, en el trabajo, en el vecindario, en la universidad o dondequiera que nos movamos: porque lo que se nos pide en el Evangelio es que seamos capaces de vivir con un corazón extraordinario desde lo cotidiano, desde ese día a día que cada uno tengamos.
Aunque lo que hacemos con nuestro tiempo disponible, por supuesto, también importa. Yo oí decir en cierta ocasión a una amiga muy querida – y muy de Dios – una frase que me chocó muchísimo y es la siguiente: «Yo cuando necesito algo, procuro pedírselo a alguien que esté ocupado». Y contaba el caso de cómo habitualmente le respondía mejor una amiga suya, madre de 7 hijos pequeños, que otra de un entorno similar que no trabajaba ni tenía hijos. Porque el tiempo, habitualmente, no se tiene: el tiempo se libera. Y cada uno lo liberamos para aquellas cosas que de verdad nos interesan. Ni más, ni menos. Y cuando a una de esas personas que siempre están ocupadísimas porque viven para los demás le pides un favor, es capaz de hacer hueco – como por arte de magia – en su vida, para poder hacértelo.
En esa liberación que cada uno hacemos de nuestro tiempo podemos comprobar cuáles son nuestros verdaderos intereses: porque si tenemos tiempo para veranear, tenemos tiempo para esquiar, tenemos tiempo para ir de compras, tenemos tiempo para leer, tenemos tiempo para ver la televisión, tenemos tiempo para … y no tenemos tiempo ni para estar con Dios ni para los demás, podremos decir lo que queramos, pero queda clarísimo cuáles son nuestras prioridades y cuáles no lo son.
La imagen es de Takeshi Kawai en Flickr
Formidable, Marta, concreto, esclarecedor y muy práctico. Gracias de nuevo, lúcida hija De Dios!!
Marta me ha gustado mucho tu comentario de la coherencia, yo soy una gran defensora de ella, ah! y el punto de que el tiempo no se tiene sino que se libera es buenísimo. Muchas gracias