De unos cuantos años para acá en nuestra sociedad -la sociedad española- hemos ido prescindiendo, poco a poco, de Dios. Y, de la misma manera que hasta hace 50 años lo habitual entre nosotros era confesarse cristiano, lo cierto es que en este momento lo habitual es lo contrario.

A día de hoy cada vez somos menos las personas que vamos habitualmente a misa a vivir la Fe en comunidad, a pasar un rato con Dios y a comulgar. De la misma manera que vamos dejando arrinconados los sacramentos y cada vez somos menos quienes decidimos bautizar a nuestros hijos o animarlos a hacer la primera comunión. Son también menos numerosos los matrimonios que se celebran por la Iglesia. Y van disminuyendo, cómo no, las vocaciones.

Dios no está presente ni en nuestras vidas ni en nuestras conversaciones. Y va a la baja el número de los que nos confesamos abiertamente, y con orgullo, cristianos, o aspirantes a serlo algún día.

Tampoco están de moda los valores y comportamientos que promueve el cristianismo ni la lógica del amor. El espíritu de servicio, la cercanía, la generosidad, el esfuerzo, la humildad o la honestidad no son ya algo aspiracional, ni entre nosotros ni entre las generaciones que vienen detrás.

Y nuestra sociedad va siendo cada día un poco más individualista.

Nuestra Iglesia, esa Iglesia, que conformamos todos los que nos tomamos en serio a Jesús y a su Evangelio, esa Iglesia diversa que es lugar de acogida y lugar de encuentro para todos, sin duda se está reconfigurando.

Y, como no podía ser de otra manera, son muchos los que andan buscando dar sentido a sus vidas, una razón de ser, algo que les haga entender que envejecer no es un viaje a ninguna parte sino que vivir es un caminar que en sí mismo es valioso y que, además, tiene una meta felicísima.

Lo que nos pasa en esta sociedad nuestra, aunque no sepamos ponerle palabras, es que nos falta el amor. Nos falta vivir de una manera generosa, regalándonos a las personas que van pasando a nuestro lado en el camino de la vida, sin buscar nada a cambio. También nos falta sentirnos queridos; queridos de verdad, tal y como somos y a pesar de nuestros defectos y de las muchas miserias que llevamos en el corazón. Nos falta querernos de una manera sincera, que deje atrás todos los intereses de los que hoy se componen las relaciones que tenemos entre nosotros.

Lo que le pasa en esta sociedad nuestra, aunque no sepamos ponerle palabras, es que tenemos hambre de Dios.

Es mucha la responsabilidad que tenemos quienes somos conscientes de que ésta es nuestra realidad. Es una responsabilidad, sin embargo, que creo que podemos enfrentar, sin agobios, mediante el testimonio que podemos dar desde las pequeñas grandes acciones de las que se compone nuestra vida cotidiana. Es importante que quienes nos confesamos abiertamente cristianos llevemos una vida coherente con la fe que decimos profesar y con sus valores.

La imagen es de congerdesign en pixabay

4 comentarios

  1. Marta muchas gracias por éste comentario que hay publicado. Me ha dado ánimos a seguir viviendo mi fe, aunque el ambiente se ponga en contra.

  2. Cirtamente falta el amor en el mundo, porque aunque es algo que brota espontáneamente del alma humana, en lugar de cuidarlo, nosotros mismos nos afanamos a veces en destruirlo.

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