La doctrina que nos trajo Jesús fue rompedora por muchas razones: fue rompedora por su sencillez; fue rompedora por la cercanía con la que nos invitó a tratar a ese Dios que, sobre todo, es Padre; y fue rompedora por dar cabida en ella a todos aquellos que, por uno u otro motivo, – pecadores, endemoniados, leprosos o prostitutas – habían quedado al margen de la sociedad: porque “no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos” (Evangelio Mateo 9,12).

A esos a quienes la sociedad – y muy especialmente los fariseos – trataban desde la superioridad moral y el desprecio, Jesús les abrió de par en par las puertas de su corazón, los atendió, les curó el cuerpo, les perdonó los pecados, les hizo saber que tenían un Dios Padre en el Cielo, les hizo ver que estaban a tiempo para volver a Casa y les curó el alma.

Los hizo sentirse valiosos. Los hizo sentirse queridos. Les facilitó nacer a una vida nueva. Y les regaló Esperanza.

Y si un tesoro fue aquello que Jesús fue regalando a unos y otros, en mi opinión resulta absolutamente conmovedora la delicadeza con la que lo hizo:

Delicadeza, porque Jesús nunca se posicionó frente a esos «enfermos que necesitaban de médico» en un plano de superioridad moral

Más bien hizo todo lo contrario. Jesús, vivo retrato de la misericordia, siempre supo empatizar con ellos, siempre supo entender cómo se sentían, siempre fue cercano y siempre supo cómo hacerles sentir bien, a pesar de la mochila de miserias con la que pudieran cargar.

Un precioso ejemplo de esto lo tenemos en la conversación que mantuvo con la adúltera cuando se marcharon quienes querían apedrearla y los dos se quedaron solos: ni una referencia a su pasado, ni una condena, ni un reproche; tan solo una invitación a llevar una vida recta en adelante.

Delicadeza porque Jesús nunca hizo sentir a quienes asistió que quedaban en deuda con él.

Jesús hizo regalos gigantescos: la curación de una lepra, la curación de una ceguera, la sanación de una mano seca, la expulsión de demonios o la resurrección de los muertos son regalos que jamás, jamás, jamás podrían pagarse con dinero. Y que resultan de un valor incalculable para quienes los reciben porque, ciertamente, cambian la vida entera de una manera radical.

Pero suele Jesús terminar la sanación con ese famoso «Tu Fe te ha salvado», con el que de alguna manera parece que atribuye el mérito a aquel que está recibiendo el regalo. No se puede ser ni más generoso ni más elegante.

Delicadeza en el perdón

En Jesús no había rencor: perdonaba y olvidaba las ofensas de quienes no se habían portado con él como debieran haberlo hecho. Sin echar nada en cara. Sin reproches.

Y un caso clarísimo de esto lo tenemos en cómo se portó con los suyos tras su resurrección: los apóstoles, aunque llevaban conviviendo con él tres años, lo amaban de corazón y conocían su doctrina, lo cierto es que en el momento de la Pasión – en la que el Maestro vivió las horas más dolorosas de su vida – le dieron un resultado peor que malo: Pedro lo negó tres veces y todos, excepto San Juan, lo dejaron solo.

Tras su resurrección se apareció a los suyos y ¿qué les dijo sobre cómo se habían portado con él? Nada. Ni un solo reproche. Sabía que ellos eran conscientes de lo mal que lo habían hecho, sabía que ellos estaban arrepentidos, sabía que ellos estaban dispuestos a continuar la obra que él había empezado durante el resto de sus vidas y con eso bastaba.

No fue igualmente generoso con los fariseos entonces porque no era lo que correspondía: ponían al pueblo cargas que ellos no cargaban primero, no se preocupaban de aquellos a quienes debían de guiar en la vida espiritual y daban un antitestimonio con su estilo de vida y su actitud absolutamente inadmisibles. A éstos convenía hacerles frente públicamente y echarles en cara su hipocresía.

Delicadeza anteponiendo las necesidades de los demás a las suyas hasta el final

Esa finura que tenía Jesús que le facilitaba entender qué era lo que necesitaban quienes iban pasando a su lado la tuvo hasta el último momento:

Y estando clavado en la cruz, traspasado por el dolor del cuerpo y el dolor del alma, aún se ocupó de que María no quedara desamparada cuando él faltase, como quedaban las viudas en aquel entonces. A San Juan, su discípulo amado, le encargó su protección.

Las reglas que rigen el comportamiento de Jesús, nuevamente, poco o nada tienen que ver con las reglas que suelen regir el nuestro:

Nosotros nos movemos buscando los aplausos y el reconocimiento social muchas, muchas, muchas veces. La teoría la conocemos, y sabemos que nuestro motor ha de ser siempre el bien del otro, pero lo cierto es que seguimos actuando, una y otra vez, también para ser vistos desde fuera.

Buscamos el ser correspondidos. ¿Cuándo aprenderemos a actuar desde la gratuidad total, sin esperar nada a cambio?

Y en cuanto sentimos que hacemos las cosas bien es fácil que la soberbia se acerque a nuestra puerta… y la dejemos pasar.

A muchos nos queda aún mucho camino por recorrer: debemos aprender a vivir desde la generosidad y debemos tratar de acercarnos a esa finura y esa delicadeza que siempre acompañó a Jesús, si de verdad queremos ser manos de las que Dios se pueda valer aquí en la tierra para llegar a quienes van pasando a nuestro lado en el camino de la vida.

La imagen es de ShonEjai en pixabay

1 comentario

  1. Esto que hoy nos cuenta Marta pone de manifiesto que Jesús trajo al mundo cambios copernicanos en su doctrina y en sus modales. Su doctrina se ha extendido por todo el mundo. Sus modales, mucho menos.

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