Es bien sabido por todos que Jesús resumió toda su doctrina de una manera muy sencilla en dos preceptos, aparentemente muy distintos, que juntó como si fueran uno solo.

Y, de esta manera, nos invitó a concretar y a hacer efectivo el amor a Dios a través del amor a sus hijos -nuestros hermanos, nuestros prójimos- a los que debemos atender y cuidar cuando van pasando a nuestro lado en el camino de la vida.

 «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo».

Lucas 10, 27

Sin embargo, quizás es menos evidente que también nos invitó a hacernos prójimos de quienes nos rodean. Lo que, ciertamente, no es lo mismo.

Hacernos prójimos del otro implica, en primer lugar, tratar de mirarlo con los ojos de Dios: mirarlo desde el amor, desde la cercanía, con disposición de ponernos en su lugar, de entenderlo, de empatizar con él, de acogerlo, de compadecernos de él si es el caso. Sabiendo que, cuando nuestra disposición es esa, desde el Cielo siempre nos dan luz y ponen en nuestra boca las palabras quel el otro necesita escuchar y en nuestros gestos los que necesita sentir.

Hacernos prójimos del otro implica, en segundo lugar, obrar en consecuencia. Y alegrarnos con él si es una alegría lo que nos comparte, escucharlo sin más si es desahogarse lo que necesita, ayudarlo si está en nuestra mano echarle una mano o rezar por él si lo que necesita excede lo que nosotros podemos hacer por él.

Para hacernos prójimos del otro, se tienen que dar las dos cosas simultáneamente. Porque no es lo mismo hacer algo por el otro porque es lo correcto, que hacer algo por él porque lo amamos. Hay un salto cualitativo importantísimo entre lo uno y lo otro. Y es, precisamente, el salto que no terminamos de dar muchos cristianos y muchos de los que aspiramos a serlo algún día. Mientras no demos ese salto no despegaremos de verdad en la vida espiritual, porque nos estará faltando eso que es la esencia de Dios y de su Espíritu, que no es otra cosa que la mirada del amor.

La mirada del amor no es un matiz: es lo que marca la diferencia.

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él»

Lucas 10, 30 – 37

La imagen es de congerdesign en pixabay

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