Muchos de los cristianos, y de quienes aspiramos a serlo, nos sentimos personas de Fe. Y habitualmente nos movemos por la vida tranquilos, confiados y seguros. Pero a veces, cuando las cosas se tuercen más de la cuenta y las circunstancias nos desbordan, sentimos que esa Fe y esa serenidad que habitualmente nos acompaña se tambalean. Y entonces, además de los problemas llegan las tentaciones. Y se presentan a nuestra puerta también las dudas. Y le pedimos a Dios ayuda para volver a anclarnos de nuevo al Cielo y a la Fe.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo»

EVANGELIO JUAN 20, 24 – 25

¿Quién no se reconoce a sí mismo en ese Tomás tan incrédulo, tan desconfiado, tan bocazas, tan terreno, tan humano, tan vulnerable?

Nosotros, siglos más tarde, no tenemos mas remedio que creer sin ver físicamente a Jesús. No tenemos la oportunidad que tuvo Tomás de ver las palmas de la mano del Maestro con la señal de los clavos ni de meter nuestra mano en su costado.

A nosotros nos toca creer sin ver… y eso es, precisamente, la Fe.

Pero, curiosamente, con la mirada de la Fe, sí que podemos ver a Jesús, aunque de otra manera. Porque cuando creemos se nos abre el corazón, se nos transforma la mirada y podemos sentir la mano del Cielo -o más bien intuirla- en muchas de las situaciones que se nos van presentando en el camino de la vida.

Cuando las cosas nos van bien. O muy bien. Y tomamos conciencia de que no somos en absoluto merecedores de tanto, ¿cómo no sentirnos cuidados y queridos por Dios?

Cuando las situaciones se ponen difíciles y tenemos que luchar. Y en lugar de desfallecer nos venimos arriba como por arte de magia, sacando fuerzas de donde no creíamos tenerlas, ¿cómo no sentir que ese apoyo viene del Cielo?

Cuando en los momentos tristes, lejos de derrumbarnos, nos vemos invadidos por la paz y la serenidad, ¿cómo no sentir ese consuelo de Arriba?

Cuando nos encontramos a nosotros mismos esperando contra toda esperanza, seguros de que la última palabra siempre la tiene ese Dios que, sobre todo, es Padre y que además todo lo puede, ¿cómo no sentirnos tocados por el Espíritu?

Se forma así una especie de círculo virtuoso en el que gracias a la Fe podemos ver – sentir la mano del Cielo. Y cuando vemos – sentimos esa mano del Cielo se fortalece nuestra Fe.

No hay que dejar de mirar. No hay que dejar de querer, de verdad, ver. No permitamos que los espejismos del mundo, los agobios o las prisas nos quiten el privilegio de ir pasando por la vida atentos a lo que pasa a nuestro alrededor. Saboreemos esas pequeñas grandes cosas de cada día que nos hacen sentir que todo tiene sentido y que la vida -con sus luces y sus sombras- merece mucho la pena.

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