Es muy común entre nosotros el uso del dicho «cada palo que aguante su vela», para indicar que cada uno ha de responsabilizarse de sus actos y ocuparse de solucionar sus problemas. Se trata de una expresión que a mí personalmente me espanta por el terrible trasfondo que encierra: que cada uno debemos ocuparnos de nuestras cosas sin contar con que nadie nos vaya a echar una mano, de la misma manera que nosotros tampoco se la echaremos a los demás, quienes deberán arreglárselas como puedan. Todo un cántico a la indiferencia frente a lo que le pase al otro.
Refleja esa expresión el caso de tantas personas que pasamos por la vida ocupándonos, fundamentalmente, de nosotros mismos: estudiamos, trabajamos, constituimos nuestras familias, cuidamos de ellas, procuramos – dentro de nuestras limitaciones y nuestras posibilidades – pasarlo lo mejor posible, nos permitimos algún que otro capricho cuando podemos… y fuera de la frontera de nuestro entorno más próximo, poco nos importa lo que pase.
Ese comportamiento está lejos – lejísimos – del que nos propuso Jesús quien, conociendo el egoísmo que nos caracteriza a muchos, nos dejó dicho «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Evangelio Mateo 7, 12). Invitación que, vestida de una aparente sencillez, encierra algo tan hondo como que debemos de mirar por los demás como si de nosotros mismos se tratara; haciendo de sus problemas los nuestros y de sus alegrías, también las nuestras.
¿Cómo podemos conformarnos con no hacer mal al que pasa a nuestro lado en el camino de la vida? ¿cuándo se limitó Jesús a eso? ¿no leemos en cada página del Evangelio cómo pasó por la vida curando leprosos, devolviendo la vista a los ciegos, sanando endemoniados, perdonando pecados y predicando su doctrina? ¿no sabemos que llegó a dar hasta la vida por cada uno de nosotros? ¿de verdad somos capaces de decir que lo tenemos como referente y de limitarnos a no hacer mal? Conformarnos con no hacer mal al otro es algo tan de mínimos, tan de mínimos que resulta inadmisible.
La indiferencia, ese no preocuparnos ni ocuparnos de quienes nos rodean, está tan sumamente lejos del estilo de vida que nos propuso Jesús, que incluso nos avisó de que quien así obre será castigado. Porque detrás de ella lo que hay es una enorme falta de amor:
Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis”. (Evangelio Mateo 25, 41 – 43).
Es importante cuidar de quienes constituyen nuestro entorno más íntimo: nuestros padres, nuestras parejas, nuestros hijos, nuestros hermanos o nuestros amigos. Pero no podemos limitarnos tan solo a eso. Estamos llamados a más. A mucho más. Estamos llamados a querer a todos – aunque por supuesto no a todos de la misma manera – y a actuar en consecuencia.
Es la nuestra una carrera de fondo, en la que habitualmente avanzaremos despacio y en la que a veces, incluso, retrocederemos. La suerte es que conocemos el camino y que sabemos que desde Arriba siempre nos echarán una mano, pues conocen incluso mejor que nosotros la pasta de la que estamos hechos, nuestras limitaciones y nuestras muchísimas debilidades.
La imagen es una viñeta de Forges, publicada en El País
Que verdad tan grande Abeses yo ciento es soledad y estoy rodeada de gente.