Evangelio apc Ranas

A muchos de nosotros nos cuesta, lo reconozcamos o no, aceptar los triunfos de otros. Especialmente si esos que triunfan son nuestros pares – amigos, vecinos o compañeros de trabajo – y un buen día brillan más que nosotros. Y como nos cuesta aceptarlos andamos pensando de manera retorcida en torno a ellos hasta encontrar algo a lo que agarrarnos para poder cuestionarlos o criticarlos. Penoso. 

Este comportamiento no es nada novedoso. El propio Jesús lo sufrió en persona cuando fue a predicar a su tierra, a Nazaret:

Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. (Evangelio Lucas 4, 16 – 24).

Describe este pasaje del Evangelio cómo Jesús se reconoce el Mesías ante el auditorio que tenía aquel día en la sinagoga de Nazaret, la tierra en la que se había criado.

Quienes le escuchan lo conocen de siempre: saben quiénes son sus padres, a qué familia pertenece, cuál es su casa y cuál ha sido siempre su medio de vida. Y no son capaces de encajar que un vecino suyo de siempre, que había llevado una vida tan sencilla, tan poco destacable en ningún sentido y tan poco instruido, se presente como el Mesías que había de venir.

Con las palabras que les dirigía en la sinagoga les estaba detallando cuál era su misión aquí en la tierra y cuál era la clave de la doctrina que nos traía: la caridad. Porque es desde el amor desde donde nos invita a vivir a cada uno de nosotros, tengamos la circunstancia que tengamos: unos como padres de familia, otros como hijos, otros como religiosos, otros como estudiantes, otros como maestros, otros como… lo mismo da.

Algunos entre nosotros estarán llamados a llevar una vida digna de admiración en algún sentido: bien porque dediquen su vida oficialmente a los demás a través del sacerdocio, bien porque terminen siendo personas destacadas en su profesión, bien porque…. la mayoría, sin embargo, a lo que estaremos llamados es a vivir una vida sencilla desde el amor: estamos llamados a vivir la vida ordinaria con un corazón extraordinario.

Esa es la vida que vivió Jesús durante sus primeros 30 años, en la que realmente no había nada relevante que contar… salvo que la vivió desde un profundo amor a Dios, un profundo amor a sus padres y un profundo amor a los que le rodearon.

Quienes le escuchaban en este momento y le juzgaban no tuvieron la capacidad de ver la sobrenaturalidad con la que Jesús vivió una vida aparentemente tan sencilla como la que llevaban ellos; sobrenaturalidad que siempre le acompañó: durante sus tres años de vida pública y durante los 30 años anteriores, en los que vivió en casa.

Sobrenaturalidad desde la  que también nos invitó a vivir a nosotros y a la que recientemente nos ha llamado también a todos – sí, a todos – el papa Francisco en su exhortación apostólica Gaudete et Exultate, desde la que nos pide que seamos esos «santos de la puerta de al lado«.

El comportamiento del auditorio de Jesús en aquel momento reflejaba también una tendencia que siempre ha sido bastante común entre las personas: pensar mal del otro. ¿Cómo es posible que quienes allí estaban no le concedieran siquiera el beneficio de la duda, escuchando el conocimiento y la autoridad con los que enseñaba y sabiendo – como sabían – de los milagros que había realizado? Lo peor es que no se lo concedieron amparándose bajo el débil argumento de que Jesús era tan solo era el hijo de José. ¡Qué estrechez de miras! Verdaderamente no hay más ciego que el que no quiere ver y éstos, claramente, no querían.

De la misma manera muchos de nosotros, 21 siglos después, nos hemos convertido hoy en inquisidores de lo que hacen los demás; de quienes tenemos más o menos cerca y, por supuesto, de quienes son figuras públicas. Opinamos y descalificamos sin ningún respeto e incluso sin tener muchas veces suficiente información como para hacer valoraciones, contribuyendo con ello no sólo a su desprestigio, sino también a calentar el ambiente para que otros, siguiendo nuestros pasos, se sumen a las críticas.

Nuestras palabras, nuestro comportamiento y nuestra actitud no reflejan más que lo que llevamos en el corazón. Así que cuando nos encontremos a nosotros mismos cayendo en esa crítica fácil o cuando nos encontremos a nosotros mismos contribuyendo a desprestigiar a otros porque sí, deberíamos mirar en nuestro interior para analizar qué es lo que hay detrás de ese comportamiento nuestro. Y tratar de mantener en adelante una actitud de apertura, una actitud de escucha y una actitud desde la que valorar siempre a quienes nos rodean desde un profundo respeto.

La imagen es de Alexas_Fotos en pixabay

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