En la sociedad en la que vivimos, las personas habitualmente invertimos nuestro dinero en vivir lo más acomodadamente posible; de tal manera que una vez que tenemos cubiertas nuestras necesidades básicas, nos gastamos lo que nos queda en los caprichos que nos podemos permitir: ropa, viajes, cenas… cada uno aquello que disfruta más. Si por alguna razón pasamos a disponer de más ingresos, lo que solemos hacer con ellos es invertirlos en vivir con más comodidades y darnos algún que otro capricho extra más. Los más prudentes también tratan de contar con algunos ahorros para el día de mañana.
Y siendo este planteamiento absolutamente legítimo, que lo es, lo cierto es que no está del todo alineado con el que nos proponen desde el Cielo.
La propuesta que nos hace Jesús es que vivamos la vida ordinaria desde el amor. Amor a Dios y amor a los demás. Amor que necesariamente ha de traducirse en obras y obras que en muchas ocasiones requerirán que compartamos nuestros bienes materiales, aunque esto nos suponga tener que prescindir de comodidades, de caprichos e incluso nos implique el tener que apretarnos el cinturón en algunos momentos.
A llegar a vivir así de generosamente es a lo que deberíamos aspirar.
Para aquellos a los que no les nace del corazón, desde el amor, por el momento, esa generosidad, tiene igualmente Jesús una propuesta, que queda muy clara en esta parábola:
Decía también a sus discípulos: «Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”. El administrador se puso a decir para sí: “¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi amo?”. Este respondió: “Cien barriles de aceite”. Él le dijo: “Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta”. Luego dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?”. Él dijo: “Cien fanegas de trigo”. Le dice: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. (Evangelio Lucas 16, 1 – 9).
La parábola, en una primera lectura rápida, puede resultar confusa. ¿Nos está invitando Jesús a utilizar los bienes ajenos en nuestro favor? ¿Nos invita a comportarnos de manera inmoral?
De ninguna manera.
Jesús alaba, eso sí, la astucia de este administrador infiel que, viendo venir que va a quedarse en la miseria, se las apaña para conseguir favores que le sacarán de ella. Reconoce el mal proceder de dicho administrador y se lamenta de que con frecuencia sean los malos – «los hijos de este mundo» – más espabilados que los buenos.
¿Qué mensaje para nuestra vida hoy tiene una parábola como esta? Pues que podemos ganar favores del Cielo gracias al uso que a lo largo de nuestra vida hagamos con el dinero del que vayamos disponiendo:
Para nuestra vida en la tierra Dios nos dota a todos de unos talentos. Son capacidades, dones y circunstancias que nos identifican, que nos distinguen a unos de otros y que contribuyen directamente a que cada uno de nosotros seamos únicos: unos tenemos inteligencia, otros sensibilidad, otros simpatía, otros liderazgo, otros elocuencia, otros luz, otros disponibilidad de tiempo, otros paciencia, otros sabiduría, otros riqueza….
Son talentos que Dios nos deja como «en depósito» para que los administremos y usemos en nuestro beneficio y, sobre todo, en el de los demás. Por supuesto, haciendo uso de nuestra libertad, nosotros decidiremos qué es lo que hacemos con ellos. La elección es nuestra.
Si, como ocurre en este pasaje del Evangelio, nosotros tampoco administramos bien esos talentos que Dios nos ha dejado, porque no los ponemos al servicio de los quienes nos rodean, sabemos a ciencia cierta que no saldremos bien parados en ese juicio que cada uno de nosotros tendremos al final de nuestros días.
Sin embargo, el panorama cambiará para nosotros resultando algo – o mucho, según sea el caso – más favorable si al menos hemos empleado nuestro dinero en favor de quienes lo han necesitado: si gracias al dinero del que hemos dispuesto hemos solucionado problemas de quienes han ido pasando a nuestro lado en el camino de la vida, el Cielo habrá adquirido una deuda con nosotros que también pesará en la balanza de nuestro juicio final: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Evangelio Mateo 25, 34 – 36).
Las riquezas sabemos que en el momento de la muerte no las tendremos (al papa Francisco le he oído en varias ocasiones una expresión muy gráfica para expresar esto mismo: «los sudarios no tienen bolsillos«). Cuando llegue ese momento, nos alegraremos enormemente de haber sabido emplearlas en favor de los demás durante el tiempo que las hayamos tenido.
«Ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas»
La imagen es de jarmoluk en pixabay
(… tienes enorme talento como escritora.)
Tu reflexión de hoy me recuerda al dicho: «el bolsillo es el último que se convierte!»
Señor, ayúdanos a ser generosos, sin tu Gracia nada podremos. Amen.